Fragmento del cuento Grillos y Mariposas.
Porque tenía alma de navegante, Enriquillo resultaba un médico genial.
Más allá de la materia dolorida descubría el espíritu acorralado y enfermo que se vengaba en la carne o se escapaba torturándola, por distraer su angustia insoportable. Enriquillo desenmascaraba el mal oculto, a fuerza de inteligencia acuciosa y de sonriente bondad y el paciente sentía sus síntomas disminuir, su cuerpo alegrarse y sanar a medida que se iban desbridando los sufrimientos del espíritu, en lucha con la vida inexorable.
No era psiquiatra, propiamente. Le bastaba con ser un hombre con una insaciable curiosidad humana, un descubridor alegre y callado de esas islas que son los hombres. De sus montañas y sus hontanares. Sus sombríos parajes y sus manantiales cristalinos. Jugaba a hacer el bien como otros juegan al golf, por puro deporte, y con el mismo encarnizamiento incomprensible para los otros.
Así, dejando la bella ciudad farisea, llegó un día a aquella aldea en la montaña. Vino por mar. Lo trajo el mar sobre su lomo de un azul profundo y encrespado. Vino a una de esas cosas científicas ––congreso o conferencia–– y sorprendiendo a todos, aun a sí mismo, decidió quedarse. Arriba, en la montaña, donde confluyen el Yaque y el Jimonea, en un paraje frío de la isla caliente, entre bosques de pinos inesperados, plantó el médico su tienda solitaria.
Quería escribir, quería reflexionar. Mirar desde lo alto la ruta recorrida por avizorar mejor lo que le faltaba. Pronto fue interrumpido en la absorta contemplación de su paisaje interior.
Su fama había llegado con él y le abordaban, tímidamente, los enfermos. La niña que cantaba ya se había ido para siempre y la madre triste no pudo llevársela para que la sanara. La extranjera que amaba el amor desaforadamente tampoco pudo verlo, por desgracia o por dicha para ambos; pero día tras día le llegaban, humildes, criaturas de Dios que pedían ser aliviadas. Enfermos de hambre a quienes les faltaba más el cariño que el pan, niños sin padre o peor aún, con falsos padres, mujeres de la tierra que parecían hechas de tierra, amasadas con sudor de desesperación ancestral, hombres que volcaban en ciegas cóleras su profunda impotencia ante la vida, borrachos de miseria y drogados del terror de estar vivos... Era una larga romería, una fila inacabable, que desaparecía con la noche para volver a formarse cuando salía el sol. Él a todos atendía y con cortas medicinas y largas pláticas los iba ayudando a vivir, que era tanto como ayudarlos a sanar.
(...)
Gloria Stolk (1918) es venezolana. Durante años escribió una columna para El Nacional de Caracas. Murió en 1979.
* Con respecto al poder curativo de los relatos, se me vino ahora al recuerdo un libro excepcional: la tesis de doctorado de Clarisa Pinkola Estés que editó Grijalbo. Con la pintura de Picasso Dos mujeres corriendo en la playa en la portada, el libro Las mujeres que corren con los lobos es un libro que enmarcado en la psicología tiene mucho que ver con las historias de la tradición oral, mitos y leyendas de todo el mundo con el que Pinkola Estés entreteje su tesis. Dice en la introducción:
... para curar utilizo el ingrediente más sencillo y accesible: los relatos. Examinamos el material de los sueños de la paciente, que contiene muchos argumentos y narraciones. Las sensaciones físicas y los recuerdos corporales de la paciente también son relatos que se pueden leer y llevar a la conciencia.
Enseño además una modalidad de poderoso trance interactivo muy parecido a la imaginación activa de Jung… lo cual da lugar también a unos relatos que contribuyen a aclarar el viaje psíquico de la paciente. Hacemos aflorar a la superficie el Yo salvaje por medio de preguntas concretas y del examen de cuentos, leyendas y mitos. La mayoría de las veces, tras un tiempo, acabamos por encontrar el mito o el cuento de hadas que contiene toda la instrucción que necesita una mujer para su desarrollo psicológico.
Otro día le daré entrada a Las mujeres que corren con los lobos.