Hace un par de días compartimos el cuento "Romper el cerdito" de Etgar Keret. Hoy traemos el epílogo a esa historia que, si bien complementa el relato, también puede saborearse de manera independiente y comprender lo poderosa que resulta la escritura para la vida.
Etgar Keret (1967). Israel.
Cuando tenía cinco años, un amigo de la familia que vivía en el extranjero vino de visita y trajo regalos para mi hermano, mi hermana y para mí. No recuerdo qué les obsequió a ellos, sólo sé que de los tres regalos envueltos, el mío era el más grande. Cuando le quité la envoltura y abrí la caja de cartón, encontré un sonriente cerdo rosa, hecho de porcelana.
Di las gracias de manera educada, pero he de reconocer que me encontraba algo decepcionado. ¿A qué se podía jugar con un cerdo de porcelana? Cuando el amigo de la familia vio mi expresión desilusionada, me explicó que era una alcancía. «Cada vez que quieras ahorrar —dijo extrayendo una moneda de su bolsillo—, deposita una moneda en la ranura de su espalda, y al final, todas esas monedas se habrán acumulado para juntar una cantidad importante de dinero». Me alegró saber que el cerdo sonriente tenía alguna utilidad práctica, pero mi felicidad se esfumó cuando me dijeron que la única forma para sacarle el dinero era rompiendo el pobre cerdo.
Recuerdo el momento en el que me percaté de que, al final, el inocente cerdo sería despedazado. Recuerdo cómo las lágrimas ascendieron por mi garganta, como había sucedido tantas veces antes, sin alcanzar a llegar a mis ojos. Recuerdo lo doloroso de darme cuenta de que el mundo no era tan justo como había prometido mi maestra de preescolar. Y recuerdo algo más: mirar directamente a los grandes ojos del cerdo y sentirme muy cercano a él. Era una cercanía que, en ese momento, no tenía manera de explicarme. Pero creo que ahora sí puedo: como el hijo de una madre que perdió a toda su familia en el Holocausto, y de un padre que sobrevivió a la guerra gracias a esconderse en un pequeño agujero subterráneo durante más de seiscientos días, supe desde muy temprana edad que mis padres ya habían sufrido lo suficiente en sus vidas, y que mi misión como niño era asegurarme de no traerles más desgracias, pues habían cumplido ya con creces su cuota. Por eso cada vez que la vida depositaba una moneda de dolor o de tristeza en mi corazón, sabía intuitivamente que debía ocultárselo a mis padres. Y así como con las monedas depositadas en la alcancía del cerdito, la tristeza continuará acumulándose por siempre en mi interior, y no podré compartirla hasta el día en que yo también me rompa en pedazos.
La alcancía del cerdito vivió una larga vida en mi cuarto. A lo largo de los años, cualquier persona que la alzara y la sacudiera podía escuchar sólo una moneda en su interior: era la moneda que le fue depositada el día que nos conocimos. Conforme seguí creciendo, continué tragándome mis lágrimas. Incluso ahora, más de cuarenta y cinco años después, aún no he aprendido a llorar, pero si alguien se tomara la molestia de alzarme y sacudirme, les prometo que no escucharían ni siquiera el repiqueteo de una sola moneda de tristeza. Porque desde muy temprano en la vida descubrí un truco que me ayuda a despojarme de todas las decepciones y miedos que se acumulan en mi interior sin necesidad de romperme en pedazos. El truco se llama escritura.