¿Cuál
es mi cuento preferido de Julio? Es una pregunta realmente difícil de responder,
como si preguntaran qué gota de agua es mi preferida de la lluvia que hubo en
la mañana. La obra de Julio me ha marcado, ha dejado cicatriz en mí. Esa
pregunta, “¿Cuál es tu cuento favorito de Julio?”, es para pasmarse; me dejó “lobotomizado”.
Aunque luego de pensarlo, hay ciertos cuentos que están más impregnados en mí
ser, entre ellos La salud de los enfermos, Axolotl, De la simetría
interplanetaria y Deshoras. Pero tal vez el cuento que me ha dejado
una huella más profunda, una incertidumbre que no se quitaba ni con agua, fue Después
del almuerzo.
Gracias a ese cuento siento que pude vislumbrar aquello que los
artistas persiguen durante toda su vida: el otro lado. Cuando terminé de
leer ese cuento, yo ya era un Otto distinto al que lo había iniciado. Tanta
mezcolanza, tantos colores, aromas y sueños pude captar en las líneas de Después
del almuerzo que sólo de pensarlo me dan escalofríos. Las primera líneas
están talladas en mi memoria: “Después del almuerzo yo hubiera querida
quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi enseguida a
decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo”. He hablado con varias personas sobre dicho
relato y algunas me dijeron que El Paseado[1]
es un perro o una cucaracha
gigante, e inclusive hubo un muchacho que me dijo que era un Xenomorfo de
Ridley (No es broma, ¡un Xenomorfo!) yo lo identifiqué simplemente como el
hermano menor del protagonista; tal vez eso fue lo que me causó más ruido,
identificar a los personajes con mi propia familia. Luego de leer la primera
parte del cuento, uno siente que es cierto, nuestros padres (todos los padres)
son unos tiranos, que eso que llamamos familia es en realidad una
pequeña comunidad esclavista; no lo niego, desde el principio sentía una
aversión terrible contra los padres de nuestro protagonista. “[…] Pero papá
dio un paso adelante y se puso a mirarme en esa forma que no puedo resistir, me
clava los ojos y yo siento que se me van entrando cada vez más hondo en la
cara, hasta que estoy a punto de gritar […] Mamá en esos casos no dice
nada y no me mira, pero se queda un poco hacia atrás con las dos manos juntas”
Sentía en carne propia la pesadumbre de nuestro protagonista, me daban ganas de
abrazarlo.
Por cierto, hay que resaltar que el niño sólo siente en este punto
cariño y empatía hacia su tía Encarnación, quien le demuestra afecto ante el
orden “despreciable” que dictan los padres. Sin más, nuestro protagonista de
brazos cruzados, con los dientes a punto de romperse de tanta presión que
ejercen, acata la orden con el único consuelo de que este paseo significaría
estrenar sus zapatos amarillos que, como dos soles, brillan y brillan. Sin
embargo, el desastre se hace presente ya que aquel día había llovido y era
difícil caminar sin meter los pies en algún charco. Nuestro protagonista
comienza su periplo de una forma húmedamente mala y continua con el agobiante
viaje en el tranvía que toman para llegar al centro de la ciudad. Es importante
puntualizar que nuestro niño siente gran preocupación ya que no puede sentarse,
debido a la multitud de asientos ocupados, a lado de El Paseado. Acto
seguido, cuando al fin logra sentarse a su lado siente temor ante la
posibilidad de que El Paseado decida abrir la ventanilla y saltar. El
vertiginoso viaje en el tranvía termina, están cerca de su destino.
¿Cuántas veces no estamos bajo la lupa de los juzgadores
ocasionales? ¿Cuántas veces no somos parte acusada de un juicio que tiene como
cabecillas a los transeúntes descarados? “Y todo el tiempo sentía que los
vecinos estaban mirando desde los jardines, sin decir nada pero mirando” A
pesar de que nuestro pequeño protagonista asegura que las miradas de
juzgamiento no le molestan para nada, hay que precisar que durante todo el
relato describe con incomodidad el acoso ocular al que se ve sometido él y El
Paseado, dejando en claro el sofocamiento que experimentaba durante todo su
recorrido. “Total estar ahí parados no tenía nada de malo, pero igual no me
gustaba porque la gente que pasaba tenía más tiempo para fijarse, y dos o tres
veces me di cuenta de que alguien le hacía algún comentario a otro, o se
pegaban con el codo para llamarse la atención”.
Cuando es momento de cruzar la calle para llegar a la Plaza de
Mayo,[2] nuestro
niño piensa que El Paseado puede tener un capricho y quedarse en
medio del asfalto sin querer moverse, por lo que decide esperar hasta que éste
tenga ganas, por iniciativa propia, de cruzar la calle; nuevamente el niño se
ve perturbado por las miradas, ahora la del vendedor del puesto de revistas de
la esquina. Todos los elementos, todas las piezas las juntó Julio para
mostrarnos que en este punto el niño explotará de un momento a otro,
inexorablemente. “Tuve miedo de veras, así como ganas de vomitar, lo juro.” Cuando
finalmente lograr sortear la calle y llegar a Plaza de Mayo, el protagonista
cansado decide soltar a El Paseado,[3]
momento en que el protagonista manifiesta su sentir mientras se va alejando
de él: “Hubiera querido que se muriera, que ya estuviera muerto, o que papá
y mamá estuvieran muertos, y yo también al fin y al cabo, que todos estuvieran
muertos y enterrados menos tía Encarnación”.
Plaza de Mayo. Buenos Aires, Argentina. |
Estos
sentimientos, esta evocación nihilista pasa rápidamente y decide que tanto él
como El Paseado deberían sentarse en un banco de la plaza a mirar
palomas que no se dejan como los gatos (El Paseado junto con el gato de
los Álvarez protagonizó un incidente, donde me gusta imaginarme que el felino
terminó siendo el desayuno de nuestro incomprendido ser ignoto[4]).
Mientras comen manises y caramelos sentado en la banca, nuestro protagonista
idea de forma sencilla, casi sin pensarlo -los crímenes más atroces se cometen
casi siempre sin pensarlo-, abandonarlo en la banca con las palomas, cosa que
hace. Ya solo, nuestro protagonista va retornando a casa pero sabe que llegar a
casa sin El Paseado significa una tunda por parte de sus papas, por lo
que idea pasar a divertirse a algunos lugares antes de regresar a casa. De esta
forma, en las cercanías de la Casa Rosada, se voltea instintivamente para
cerciorarse que El Paseado no le ha seguido, al constatar aquello el
niño se lo imagina revolcándose alrededor del banco donde abandonó a nuestro
ignoto amigo. En este punto del relato es cuanto sentí una completa aberración
hacia el niño ¿Qué culpa tenía El Paseado para que lo abandonara ahí,
solo con las palomas?
Cerca de Paseo Colón, nuestro niño
protagonista parece estar sofocado de verdad, le cuesta respirar, su estómago
le duele y suda copiosamente, ve imágenes como puntos verdes y en esos puntos
el rostro de papá. Nuestro protagonista parece que se va desmayar, decide
secarse el sudor de la cara con un pañuelo que le termina arañando la cara por
una hoja seca que tenía pegada; aquél rasguño significó el detonante. Regresó
corriendo a buscar a El Paseado, ignoto ser que no se movió de su lugar
en el banco donde fue abandonado mientras contemplaba palomas. Al llegar hasta
él, el niño cayó rendido de cansancio y “la gente se da la vuelta con ese
aire que toman para mirar a los chichos que corren, como si fuera un pecado”. Le
dijo al abandonado que era hora de volver a cara. El retorno no fue
problemático como la ida; nuestro niño ya no sentía preocupación alguna: “Y
el tranvía estaba casi vacío al comienzo del recorrido así que lo puse en el
primer asiento y me senté a su lado y no me di vuelta ni una vez en todo el
viaje, ni siquiera al bajarnos: la última cuadra la hicimos muy despacio, él queriendo
meterse en los charcos y yo luchando para que pasara por las baldosas secas.
Pero no me importaba, no me importaba nada”. Notamos la catarsis del niño.
Aquella rabia que sentía desaparece con el retorno a casa, y el niño comprende
a sus padres que ahora no parecen tiranos, piensa que a veces sacaban un
pañuelo que también les lastimaba la cara. El héroe que salvo el día, al niño,
a los padres y a cada transeúnte juzgador, fue El Paseado.
Después del almuerzo, significa
para mí eso: un pañuelo con una hoja seca pegada que lastima la cara al
secarse, una bofetada de realidad por medio de una dosis de lo fantástico. ¿No
todos nos lastimamos el rostro, de cuando en cuando, con esa hoja seca que
llamamos realidad? Ahora sí, con lo que les he contado se me ha quitado esa
cosquilla molesta del estómago.
[1] Así me refiero al personaje al que el protagonista
tiene que acompañar y que Julio nunca aclara (característica del relato
fantástico) qué es.
[2] Lugar céntrico
preferido de nuestro pequeño protagonista.
[3] Sí, soltar. Es decir,
lo llevaba amarrado ¡Llevaba amarrado a su hermanito! N. de A.: Recordar que yo
vínculo a El Paseado con el hermanito del protagonista.
[4] Es divertido imaginar esa
situación, figúrese qué canija era el hambre de El Paseado para
desayunarse al gato de los Álvarez.