Viaje en la memoria

Por Julia Mortera


18º00'06.1", -92º56'29.9W

Miraba por el ventanal del restaurante. Otras personas esperaban ansiosas que algún comensal desocupara una mesa para aprovechar los jueves de sushi al 2x1. Ella contemplaba, con la mirada fija, las placas del Ford Focus color plata, numeración PAT 2824, estacionado en el cajón de enfrente del famoso restaurante de Villahermosa.

Algunos enfilados murmuraban maldiciones por su inercia. El restaurante atiborrado y ella inmóvil, con un vaso de agua a medio llenar, un plato con restos de arroz y cerca de veinte papelitos hechos minúsculas pelotas. Ella con los ojos clavados en el metal vial. ¡Cómo si pudiera escuchar las quejas! Aún si se lo dijeran de frente, los reclamos no lograrían sacarla de ahí.

Nadie podía moverla de la última vez que habló con él, algún noviembre. No se dijeron mucho. La armoniosa voz de una mujer interrumpía los silencios incómodos con avisos de llegadas y salidas. Cada sonar de las bocinas ponía a prueba la fuerza en sus rodillas... las de ella. Él... él sin duda la quería, pero debía partir hacia su superación, hacia la ambición de ser alguien y existir para siempre para otros, no para ella. Quería ser médico, lo supo desde siempre. Ella lo sabía... que se iría para no volver, como sabía que la voz armoniosa de aquella mujer sin más preámbulos anunciaría la única ruta a la ciudad reconocida por haber albergado a grandes personalidades de la ciencia, la filosofía, la política y la economía.

Se hizo el anuncio, se dijeron poco, un abrazo de minuto y medio cerró la relación de tres años y dos meses, millones de besos, una canción, cien lágrimas, tres viajes por el caribe, dos conciertos, mil noches de pasión, cinco regalos, dieciséis pleitos y un pato.

Pero ella —que heredó de su abuela materna ciertos talentos de la brujería y el don de predecir ciertas cosas— sabía que se iría. Desde que lo conoció. Casi bruja y de las buenas. Por eso también no lloró más que noventa y cinco minutos en su coche, con su pato. Como sabía de su partida, también sabía qué pasaría. Las brujas son peligrosas, tienen un tipo de marca, se tatúan en la piel de quienes aman. Su manera de besar, de escuchar, de mirar, de avanzar, las hacen permanecer en la memoria de las huellas dactilares, en los bordes de los orificios nasales, en las papilas gustativas, en lo más hondo del cuerpo. Por eso al minuto noventa y seis se secó las lágrimas y agradeció a la vida por haberlo conocido y por haberse impregnado en él infinitamente. Ella sabía que por más viajes que él hiciera, por más mujeres que conociera, por muchas canciones que escuchara, por vastos bailes que bailara, ella permanecería.

La longitud de la fila de aquel restaurante japonés había reducido. Un hombre delgado salió por la puerta izquierda, tomó las llaves de su bolsillo, oprimió un botón que encendió intermitentes luces amarillas en aquel Focus plateado, subió al auto, arrancó el motor, se echó en reversa y abandonó el cajón de estacionamiento de la Plaza Estrada.

Por primera vez en dos horas ella movió la cabeza, levantó la mano, llamó al camarero. Pagó la cuenta con un billete de $500, tomó su backpack y se perdió en la calle. Dejó en la mesa un dibujo, casi infantil, con círculos y palos, trazos de un niño y una niña interceptados por dos rectas que podrían ser las manos. Bajo él un 28, bajo ella un 24. A un lado, un papelito de galleta de la suerte, típica de los restaurantes japoneses. Decía: "Posee una fe optimista y confianza en la vida".