Historia de amor quince años después



Por Addy Góngora Basterra. 

Mi cuerpo se acuerda de los movimientos con los que fui feliz hace quince años.

Empuñar el mango de la raqueta de tenis ha sido darme la mano a mí misma en un pacto de reconciliación. Retomé algo que dejé y amaba. Jugar tenis es volver a algo que yo era, a algo que solía hacer bien. Y que, para mi sorpresa, sigo haciendo bien. Significa devolverme algo que me pertenece, darme un espacio y un tiempo en el que soy, algo que nadie más podía darme si no yo.

Quien estaba al otro lado de la red era mi entrenador de adolescencia. Alejandro. Volver a entrenar con él no fue algo planeado. Es decir, no lo andaba buscando. De casualidad me lo encontré, acordamos un horario y voilá. A partir de ayer volveré dos veces por semana al caer la noche, ¡qué felicidad! Y como dice el tango, cómo cambian las cosas los años. Años atrás era mi madre quien pagaba las clases; ayer pagué yo. Era mi mamá la que nos llevaba al club a mis hermanas y a mí. Esta vez llegué sola, caminando, porque la casa en la que vivo —que ya no es la casa de mis padres— está a dos cuadras de las canchas.

Estar frente a Alejandro, oír su voz, responder sus tiros y atender sus indicaciones fue regresar en el tiempo, ejercer en el presente algo que había sido recuerdo y anhelo durante años. Cuánto amaba éste deporte. Sentí como si de algún lugar lejano llegara una canción favorita y casi olvidada en la que de manera automática me puse a cantar de principio a fin algo que no sabía bien si recordaba. Una vez leí que los músculos tienen memoria. Me pareció increíble; ahora pienso que es absolutamente cierto.

Mi cuerpo se acuerda.

Bajo mi piel se conserva la emoción de aquel primer amor que fue el deporte. Cuando dejé las canchas hace quince años me quedé quieta y empezó entonces mi amor por los libros y las letras. El placer físico se convirtió en el placer de las ideas. La música fue el puente. Con el piano aprendí a estar sentada y a disfrutar estarlo con la música que producían mis manos. Antes de aprender a leer literatura, aprendí a leer música, y descubrí que mis dedos no solamente podían jugar volibol o abrazar un mango con fuerza para devolver un revés cruzado perfectamente esquinado, sino que también podían aprenderse algo que Chopin compuso hace siglos, algo con lo que Jobim podía enamorar, un inicio de Piazzolla y un repertorio de boleros que no tenían por qué apasionar a niñas de mi edad. Pero me apasionaron de tal manera que me cambiaron la vida. Cuántas cosas buenas he aprendido gracias a lo que mis padres han podido procurarme.

El piano vive en la casa donde ya no duermo. Ahora, en la casa en la que vivo, en vez de un piano tengo dos guitarras, las canchas de tenis cerca y una pluma nueva color rosa bugambilia con la corbata plateada.  Una chulada, mi juguete nuevo para la escritura. De ella han salido, trazo por trazo, letra por letra, estas palabras que para traer a Letranías se han vuelto mecanografía.

Ahora jugar tenis dos veces a la semana será más que poner el cuerpo en movimiento. Será hacerme feliz; poner en práctica lo que ha vivido en mí y que ahora quiere dejar de ser recuerdo para convertirse en placer rutinario, cansancio, esfuerzo, satisfacción, el pretexto para hablar de viejos amigos.

Presiento que la luna de miel de este reencuentro es más bien ingrediente perfecto para la que soy ahora, quince años después, en esta historia de amor que he reanudado conmigo misma.