Por Marco Denevi, escritor y dramaturgo argentino.
La poderosa imaginación de un hombre (permítanme la jactancia: ese hombre soy yo) convocó a Romeo y Julieta sobre un escenario, so pretexto de ensayar una nueva obra, una enésima versión de la antigua historia que borronearon Masuccio, Da Porto y el Bandello y a la que Shakespeare dio forma definitiva. El teatro estaba vacío y en esa lúgubre penumbra de los teatros por la mañana. Cuando, evocados por mí, se presentaron los famosos amantes de Verona (les diré: temblaron no sé si de frío o de miedo, parecían sonámbulos, me escrutaron con somnolienta suspicacia) les dije, como si de pronto se me hubiese ocurrido una idea (pero yo había sobado esa idea durante algún tiempo):
—Aprovechen esta oportunidad. Es la primera y quizá la única vez que se reúnen en un escenario sin que así lo haya querido Shakespeare, quien siempre los condena a amarse y en seguida a suicidarse. Libres de él, líbrense también de ese aciago destino. Basta de fantasías macabras con ustedes dos. Huyan. ¿A dónde? A cualquier parte que no sea un teatro. A un hotel, por ejemplo. Ámense lejos de aquí, donde inevitablemente padecerán el mismo funesto desenlace. O no se amen, si no quieren. Pero vivan. Vivir vale la pena. Escápense. Una ocasión como ésta no se les volverá a presentar. Los autores, por lo general, no se atreven a desmentir a Shakespeare. Yo soy la excepción. Los tengo a mano y, ya ven, los dejo ir.
Los convencí. Me dieron las gracias por mis buenos consejos y del bracete, como una pareja de novios cualquiera, salieron del teatro. Yo me quedé solo, saboreando mi victoria sobre la fatalidad de los destinos artísticos. Me senté en una butaca, en la oscuridad, y me puse a imaginar las escenas que sucederían afuera. Los transeúntes reconocerían a Romeo y Julieta, los felicitarían, los seguirían en procesión. Y cuando diesen sus nombres en el hotel, qué conmoción, qué fiesta. Me reproché no haberles sugerido que usasen seudónimo. Temí que los periodistas no los dejasen vivir en paz, que la gente los tuviese locos con pedidos de autógrafos. De cualquier manera, a dos jóvenes tan maltratados por la suerte no les disgustaría ser el centro de la simpatía general, recibir demostraciones de solidaridad, de complicidad, verse rodeados, en cambio de parientes hostiles, de desconocidos alcahuetes. Y ya encontrarían, después que la efervescencia se aquietase, ya encontrarían un lugar apartado donde vivir tranquilamente su idilio. Yo me sentía feliz por haberle dado el esquinazo a Shakespeare.
Dios mío, a la media hora ya estaban otra vez allí, sobre el escenario. No me vieron. Pero desde mi butaca presencie una escena que me heló la sangre. Entraron separados, como perdidos. Y de pronto corrieron el uno hacia el otro y se abrazaron estrechamente como para defenderse de un grave peligro.
—Es una ciudad como mil Veronas juntas —oí que murmuraba Julieta.
—Y está llena de Montescos y Capuletos —dijo él.
Julieta alzó el rostro y lo miró:
—Allí no podríamos ser felices.
Romeo, dulcemente, le preguntó:
—¿Quieres ser feliz?
—Quiero amarte —contestó rápidamente Julieta.
Hubo un silencio, y en seguida Romeo susurró:
—¿Has comprendido?
—He comprendido —dijo Julieta.
Entonces se besaron y en seguida, como obedeciendo las órdenes de un invisible director de escena, Julieta se dirigió hacia el fondo y se tendió en el suelo, como muerta. Romeo salió y volvió a entrar.
Escuché las palabras que tantas otras veces había escuchado.
—Aquí —recitó Romeo con una voz un poco engolada— aquí quiero quedarme con los gusanos, doncellas de tu servidumbre. Aquí fijaré mi última morada para librar a esta carne, hastiada ya del mundo, del yugo del mal influjo de los astros. Ojos míos, lanzad vuestra última mirada. Brazos, dad vuestro último abrazo. Y vosotros, oh labios, sellad con un legítimo beso el pacto sin fin con la acaparadora muerte.
Se inclinó sobre Julieta y la besó. Luego fingió empuñar un frasco o una copa.
—Brindo por ti, amada mía. Buen boticario, tus drogas son rápidas y eficaces. Así muero, con un beso.
Y se desplomó.
Inmediatamente Julieta se puso de pie y repitió el monólogo que todos conocemos.
—¿Qué veo? ¿Una copa apretada en la mano de mi fiel amor? ¡Oh ingrato! ¡Todo lo apuraste sin dejar una gota amiga que me ayude a seguirte! Besaré tus labios. Quizás quede en ellos un resto de ponzoña para hacerme morir con un reconfortante.
Besó a Romeo.
—Tus labios están calientes todavía.
Le quitó el puñal que él tenía en el cinto.
—Daga bienhechora —dijo con un acento terrible— ésta es tu vaina. Enmohécete aquí dentro y dame la muerte.
Y cayó sobre el cuerpo de Romeo.
Entonces, manejado por no sé qué misterioso tramoyista, descendió el telón. Y yo, automáticamente, aplaudí.