«Mujer saliendo del psicoanalista», 1960. Remedios Varo. |
I
II
—¿Me peinas? —te pide tu pequeña criaturita.
—¿No te has peinado en todo el día o qué? —le preguntas al ver esa maraña imposible. Sube a la cama y se acomoda de espaldas a ti, sentándose en flor de loto. Con cuidado y amor desenredas rabito por rabito. Se ríe con algo de la tele, le besas el hombro izquierdo. Eres feliz.
—¿Ya me puedo ir? —pregunta impaciente.
—Casi, casito —le respondes, comprobando que el cepillo se deslice sin dificultad.
En eso estás cuando se abre la puerta del baño. Sale tu amor con la toalla a modo de turbante en la cabeza, es la pura guapura fresca y limpia yendo a sentarse junto a ti.
La criaturita se para de un brinco diciendo gracias y cierra la puerta del cuarto, sin azotar.
—Ven, te peino —le dices a tu amor, que también se acomoda de espaldas a ti.
Adiós turbante. Se suelta el pelo para tu privado deleite. Aspiras la fragancia que le brota de la nuca. Piensas que, si te diera covid y perdieras el olfato, extrañarías el privilegio cotidiano de su aroma. Desenredas mechones con delicadeza, tomas su cabeza más por caricia que por sostén, con agradecimiento por ese momento íntimo y sólo tuyo. Tomas el cepillo y recorres desde el nacimiento de la frente hasta las puntas, una y otra vez, una y otra vez. «Mmm…», escuchas. Tú sonríes y entiendes que cuidar es amar, que tu familia confía en ti, saben que los tratarás bien aun en algo que pueda doler. Te regocija saber que, con seguridad y dulzura, se entregan a ti poniendo en tus manos toda la vulnerabilidad que habita en sus cabezas.
III
Pienso que, con similar frecuencia con la que nos cortamos el cabello, así también deberíamos ir al psicoanalista. O al psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra, alguno del grupo de la «psique». Las palabras que escuchamos de nosotros mismos y de la situación que nos enreda, pueden hacer la diferencia. Porque las palabras tienen la virtud de cuajar en realidad. Para ideas y pensamientos que se ovillan, necesitamos procesos amorosos y honestos para deshilarlos, procurándonos higiene mental. Es cierto que hay amistades que reconfortan y familiares que restauran. Pero también es cierto que, por comodidad o necesidad, requerimos la intervención de profesionales que contribuyan a nuestro bienestar y nos ayuden a resolver lo que no podemos por nuestra cuenta. Así, con toda fragilidad ponemos la cabeza y dejamos que el dentista coloque un espejo intraoral para una limpieza; ponemos la cabeza y cedemos al pulso preciso del barbero que desliza el filo para una afeitada rejuvenecedora y prolija. Ponemos la cabeza y le confiamos a la psicoanalista flaquezas, anhelos, monstruos y bellezas; y así, siendo un Tangle Teezer de diálogo y palabras, nos ayuda a desenredar y organizar la melena mental que se despeina en la emocionante experiencia que es vivir.