Navidades en septiembre

Almudena Grandes durante una entrevista.
Foto: Jeosm.

Almudena Grandes. 
(Madrid, 1960).

Carlos abrió con su llave y en seguida se dio cuenta de que pasaba algo extraño.

—¿Abuela?

Desde que empezó la carrera, iba casi todos los días a comer a aquella casa antigua, tranquila, un tercer piso de suelos de tarima y muebles de madera con un largo pasillo que desembocaba en los balcones del salón, visillos con encajes y una orgía de geranios de todos los colores. Su dueña estaba a punto de cumplir ochenta años, pero no sólo se valía por sí misma. Él sabía mejor que nadie por cuántas mujeres valía, porque ninguna otra le mimaba tanto ni le cuidaba tan bien como ella.

—Abuela…

Al enfilar el pasillo, distinguió al fondo un resplandor absurdo, intermitente y coloreado, que no alcanzó a explicarse. Primero supuso que habrían colocado un neón en la fachada de alguna tienda de la acera de enfrente, pero eran las dos y media de la tarde de un día del otoño recién estrenado, aún templado, luminoso. Al precio que se había puesto la luz, nadie derrocharía electricidad en un anuncio a aquellas horas. Avanzó con cautela un paso, luego, otro, descubrió que el suelo del pasillo estaba sucio y empezó a asustarse de verdad. Definitivamente, allí pasaba algo raro. La suciedad, en cualquiera de sus variantes, era incompatible con la naturaleza de su abuela, y sin embargo, al agacharse, encontró un fragmento de algo blanco, un poco más allá, otro, y otro más. Parecían miguitas de pan, pero al apretarlos con la uña le parecieron virutas de poliuretano expandido, ese material que se usa para proteger los objetos en sus embalajes. Eso ya era demasiado y por eso la llamó a gritos, por tercera vez, por su propio nombre.

—¡Martina!

Siguió avanzado hasta que su nariz le obligó a detenerse. Martina, su abuela, estaba bastante sorda, pero seguía cocinando como los ángeles y en el recodo que llevaba a la cocina olía a cocido. Y no a un cocido corriente, como el que hacía su madre en la olla exprés, que los garbanzos siempre le salían duros y la patata desecha, sino al cocido de su abuela, el caldo aromatizado con hierbabuena, lo que tenía que estar blando, blando, lo que tenía que estar duro, duro, todo exquisito. Aquel delicioso perfume le tranquilizó antes de que tuviera tiempo de pensar que igual se había desmayado después de hacer la sopa, y corrió a la cocina para encontrarla desierta.

—¡Uy, hijo, qué susto me has dado! —tuvo que darse la vuelta para verla en la puerta, con una mano apoyada en el pecho—. Espera, que voy a enchufarme el aparato… —y sólo después de hurgarse en el oído, le abrió los brazos y fue hacia él—. ¿Cómo estás, cariño? ¿Qué tal las clases?

Definitivamente, allí pasaba algo raro. Por eso la llamó a gritos, por tercera vez, por su propio nombre

Carlos la abrazó y la besó muchas veces antes de confesarle que él sí que se había asustado, y mucho, porque en aquella casa pasaba algo raro. ¡Te has dado cuenta!, ella sonrió como una niña gamberra, ahora lo verás, pero de momento tienes que cerrar los ojos porque es una sorpresa…

Él obedeció de buena gana, paladeando aún la tranquilidad que había sucedido al miedo, y tendió la mano hacia su abuela para que le guiara como si volviera a tener cinco años.

—Ahora ya puedes mirar —también la obedeció en eso—. ¡Tachán!

Carlos vio el árbol de Navidad repleto de adornos, bolas, estrellas, angelitos, duendes, casitas y un centenar de luces encendidas parpadeando sin descanso entre la purpurina y el cristal. Entonces lo entendió todo, el resplandor al fondo del pasillo, el suelo sucio, el silencio de su abuela, pero eso no le tranquilizó. Ella se dio cuenta, y volvió a sonreír.

—No me he vuelto loca, ¿sabes? Sé de sobra que estamos en septiembre, tengo la cabeza perfectamente, no te asustes, pero… Tú sales, ¿no?, y entras, andas por la calle, te diviertes, pero yo… Yo estoy todo el día aquí, oyendo la radio, la televisión, y que no hay futuro, que no hay trabajo, que privatizan los hospitales, que me van a rebajar la pensión… Y si fuera joven no pasaría nada, porque para crisis, las que me he chupado yo, hijo mío. Pero nosotros podíamos, nosotros éramos fuertes, estábamos acostumbrados a sufrir, a emigrar, a pelear, y sin embargo, ahora… No te ofendas, pero ahora sois de una pasta más blanda, así que he pensado… ¿Qué podría hacer yo para animarme, para animarles a ellos? Y ya sé que parece una tontería, pero es que estoy harta de tristeza, Carlos, y todavía más harta de resignación.

Su nieto la miró, miró al árbol, volvió a mirarla.

—Feliz Navidad en septiembre, abuela.

Ella se echó a reír y le abrazó.

—Feliz Navidad.

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