El Buenos Aires que Borges amó

Un caminador de la ciudad


Foto de Ariel Grinberg. Tomada de Clarín.


Por María Esther Vázquez.

Cuando Borges escribió «las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma» creo que se quedó corto, porque no sólo las calles sino los barrios, los diferentes lugares por los cuales caminó solo o acompañado en los atardeceres y en las noches, fueron formando la trama que hilo a hilo constituyó el mapa de su amor; del amor por su ciudad, por Buenos Aires.

La mención de Palermo, del barrio Sur o de Almagro podían emocionado hasta las lágrimas; un día encontró en un cuento de Manuel Peyrou esta frase: «Esa percanta de pollera florida que sabía esperarme en una esquina de la calle Nicaragua», y la mención de la calle Nicaragua le causó tal conmoción que no pudo seguir leyendo. (Sabemos que Nicaragua, Serrano, Paraguay, Gurruchaga circunscribían la manzana de su infancia donde en el verso imagina que allí se fundó Buenos Aires. Hoy, Serrano desde Nicaragua hasta Santa Fe se llama Borges). Todo Palermo era su barrio, pero no el Palermo actual, sino un Palermo pobre, de casas bajas de tres patios y zaguanes profundos, ventanas enrejadas, calles empedradas por cuyas vías traqueteaban los tranvías. Eran las calles vecinas del arroyo Maldonado todavía no entubado (la avenida Juan B. Justo de hoy), donde cada tanto, a lo lejos, un portón entornado con una luz amarilla al frente indicaba que detrás se abría un prostíbulo. Durante más de cuarenta años Borges caminó las noches de su ciudad.

En el actual Parque Las Heras se levantó desde 1877 —cuando ese sector era un suburbio total la Penitenciaría, y a toda esa parte de Palermo se la conocía como «la Tierra del Fuego» por asimilación a aquella otra cárcel, tanto o más terrible, la de Ushuaia. A finales de la década del cincuenta del siglo pasado fue demolida y sólo quedaron, como recuerdo, algunas viejas palmeras altísimas. Pero donde hoy se levantan suntuosos pisos de propiedad horizontal, en la juventud de Borges, setenta y ochenta años atrás, proliferaban los conventillos, donde vivían, hacinados, las mujeres, los hijos, los familiares de los presos y, en general, gente de mala vida, mezclada con los peones que trabajaban en los corralones de paredes de chapas. En la cortada de El Lazo, en Cabello y Salguero, en las dos primeras décadas del siglo XX, había salones de baile (galpones con techos de chapa) en los cuales por diez centavos se conseguía una compañera para bailar tango o milonga.

«Cuando llovía —contaba Borges— el ruido del agua sobre la chapa no dejaba oír el bandoneón de turno y uno bailaba de memoria».



Con Francisco Luis Bernárdez, amigo de los primeros años, salían a caminar la noche entera y en cada boliche que encontraban se tomaban una caña o una copa de guindado oriental, pero cuando empezaba a clarear y quizás para mitigar los efectos de los vapores etílicos, el amanecer los veía entrar en una Martona donde los esperaba un vaso de leche con vainillas o un submarino, que a Borges le encantaba, y en esa lechería, de pie y apoyados en el mostrador de mármol, se codeaban con los obreros que iban a su trabajo, mientras que ellos, que la posaban de «niños bien», volvían a dormir a sus casas respectivas.

En la época de la revista mural Prisma (diciembre de 1921 a marzo de 1922), casi recién llegado a Buenos Aires, Borges y sus jóvenes amigos poetas salían a pegar la revista en las paredes de Buenos Aires. Empezaban por Santa Fe, frente a la Plaza San Martín, hasta Callao, y seguían pegando cada diez metros hacia el sur por Entre Ríos y, al llegar a México, doblaban a la izquierda y su viaje terminaba en el número 564, donde brillaba la chapa de bronce de la antigua Biblioteca Nacional, que treinta y tantos años después sería el reino laberíntico de Borges. La recorrida y pegatina consiguiente se extendía por unos cinco kilómetros, itinerario que a veces, llevado por la nostalgia, Borges, ya ciego y tomado del brazo de un acompañante circunstancial, solía repetir. Tuvo la suerte de que, si bien físicamente habían cambiado los edificios o los demolieron o los abandonaron a la desidia, su ceguera le impedía advertir esos cambios. Todavía conservaban los antiguos nombres y en la penumbra grisácea en que pasaba sus días, volvía a ver inexistentes casas, rescatadas del pasado.

«Extraño tanto a Buenos Aires —escribió alguna vez desde Texas, en cuya universidad de Austin dictó clases de literatura varios meses— que hasta pienso en Plaza Once, uno de los lugares más feos de la ciudad, y ese pensamiento me llena de júbilo». Sin embargo, hubo una época en que esperaba con ansias los sábados porque cada sábado lo llevaba a La Perla del Once y en aquella confitería se encontraba con Macedonio Fernández.

Por esos años Macedonio vivía muy cerca de los Borges y nada le hubiera costado al joven escritor, todavía inclinado sobre el ultraísmo, encontrarse con Macedonio todas las veces que se le diera la gana. Pero no. Esperaba los sábados con verdadera ansiedad, con expectativa ilusionada, para darle a esa «cita con la inteligencia» todo el valor que tenía.

Hacia 1933 se agregó otro acompañante a sus marchas ciudadanas que casi siempre terminaban en los suburbios abiertos a la pampa, tan cerca todavía; se trataba de Pierre Drieu La Rochelle (ocho años mayor que Borges, pero cuyo aspecto adolescente lo hacía parecer menor). Drieu, invitado por Victoria Ocampo, había llegado a la Argentina a dar conferencias. Queda una carta de junio de ese año en que Borges le escribe a su cuñado Guillermo de Torre en España: «A Drieu La Rochelle (que es un muchachón tímido, taciturno y casi misteriosamente simpático) lo convidamos con un asado chacaritero de los que inauguró Ramón (Gómez de la Serna): achuras, el asado, vino de la Ribera, queso, dulce de membrillo, dos guitarreros entrerrianos, café y un payador. Nuestras reservas digestivas y auditivas creo que lo asombraron. Luego le presenté nuestro gomero de la Recoleta, que le pareció lo más lindo que había presenciado en Buenos Aires». Los asados en un restaurante de mala muerte del otro lado de la Chacarita fueron una costumbre que duró algunos años y siempre se hacían en honor de alguien o de un libro recién publicado. Borges arrastró a Drieu a sus nocturnos paseos ciudadanos. Vagaban juntos en el «inmenso laberinto rectilíneo» de la ciudad y después de horas de marchas desembocaban en el campo. Ya no hablaban atrapados por la inmensidad de la noche argentina poblada de estrellas.

Drieu escribiría después la experiencia: «Todos dormían, los cines estaban cerrados, las luces de los cafés parpadeaban en las noches. Mi poeta marchaba a grandes pasos locos. Él se paseaba entre su desesperanza y su amor porque él amaba esa desolación, pues de ella había hecho su alma». 



Algunas noches los acompañaba otro amigo de Borges y su primer traductor al francés, el parisino Néstor Ibarra, quien se acordaba de una madrugada en que muy tarde, llegaron a Puente Alsina, entonces un descampado. En el claroscuro del amanecer vieron pasar una caballada, recortada en el horizonte contra el cielo de la llanura vacía. Quizá fue en ese momento en que Drieu pronunció la otra famosa frase suya, tan racional y definitoria de la pampa: «Le vertige de l' horizontal» (el vértigo de lo horizontal). Borges borracho de amor y menos racional, gritó: «¡Es la patria, carajo!». (La otra frase más conocida de Drieu es: «Borges vaut le voyage»: Borges vale la pena el viaje).

Las caminatas de Borges por los arrabales lo llevaron algunas veces al Bajo de Belgrano, en la época en que estaban los studs con una peonada brava y cuchillera y algunos aguantaderos llenos de maleantes. En dos ocasiones Borges y compañía fueron palpados de armas por la policía, y despachados luego con un reproche que a menudo le gustaba recordar a nuestro escritor: «¡Cómo era posible que jóvenes caballeros decentes y finos anduvieran por esos andurriales!».

Una noche, por esos mismos andurriales y casi todos en copas, Néstor Ibarra, se insolentó con la policía y lo llevaron preso y pasó toda una noche en un calabozo. Borges y Ulyses Petit de Murat, compañeros de juerga, ante el aspecto amenazador de la policía que iba de a caballo y parecía quererles tirar el animal encima, dijeron que Ibarra era un compañero ocasional y que lo habían encontrado en un boliche. El mismo Ibarra cuenta en su libro «Borges et Borges», que en una ocasión que salieron juntos a «conocer» la noche, lo hizo caminar quince kilómetros en dos horas. Probablemente haya sido una exageración del francés, lo más probable es que hayan sido sólo diez o doce.

Mantuvo el hábito de las caminatas nocturnas a lo largo de casi cuarenta años. Recuerdo haber recorrido a su lado desde un restaurante, donde habíamos comido, que quedaba en la calle Rivadavia entre Florida y San Martín, hasta Barracas, en una de cuyas calles laterales cerca de Patagones encontramos, una noche de luna, en un sótano, una fragua, que se veía a través de unas grandes puertas ventanas sin vidrios. El ruido y el calor eran insoportables.

Al volver del Sur hacia el Centro no dejaba de pasar por Constitución y a grandes pasos, entre el hollín y el humo, recorría los puentes extendidos sobre las vías: «El primer puente de Constitución y a mis pies / fragor de trenes que tejían laberintos de hierro». La caminata seguía por el Bajo hasta la calle 25 de Mayo, donde quedaba del esqueleto de una antigua fábrica sólo una pared, la del frente, que ocupaba casi toda la extensión de la cuadra. En ella, curiosamente, subsistían unos ventanales cubiertos de hierros cruzados y vidrios, casi todos rajados y rotos, azules y colorados.

En la noche oscura y desierta, aquella pared, más oscura todavía, se alzaba amenazante como si fuera un resto de las ruinas de un castillo embrujado. Y Borges, que ya no veía pedía que le describiera esos raros «losanges» (así los llamaba) e imaginaba vaya a saber qué cosas. Era la una o las dos de la mañana y Buenos Aires, tan solitaria y tan segura entonces, le pertenecía por completo. Deseaba que lloviznara para que el misterio de la noche fuera total.
 
Hoy, que ya no queda nada de aquello y allí se alza un moderno, alto y aséptico edificio de oficinas con mucho brillos de ventanas y metales, prefiero no pasar por ahí y pienso que en algún sitio de algún infinito laberinto del tiempo estarán la negra pared la lluvia fina los losanges coloreados, recuperados, al fin, para Borges y quizás esperándolo. 



Texto publicado en la Revista Ñ.