Reflexiones de un escritor

Discurso de Mario Vargas Llosa, pronunciado el 6 de julio de 2015 al recibir el Doctor Honoris causa por la Universidad de Salamanca.


Fotografía de Daniel Mordzinski.

Excmo. Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca 
Excmos. Señores Profesores
Señoras y señores:

Permítanme ante todo agradecer a la Universidad de Salamanca por honrarme con este Doctorado Honoris Causa que me incorpora de manera simbólica a sus claustros. Es para mí una enorme responsabilidad intelectual formar parte de la universidad en activo más antigua de España, en cuyas aulas han impartido o recibido clases personajes de mi más honda admiración, como Azorín, Góngora o Unamuno.

Para intentar corresponder a la generosidad que han tenido conmigo, voy a ofrecerles unas reflexiones sobre mi vocación de escritor, pues es gracias a ella que hoy tengo la suerte de estar nuevamente en esta tierra.

Mis experiencias de escritor, por supuesto, apuntan a un mundo muy amplio que voy a tratar de resumir respondiendo a tres preguntas que me figuro todos los lectores de novela y de literatura en general se han formulado alguna vez: ¿Por qué se escribe literatura?, ¿cómo se escribe una novela? y ¿para qué sirve la literatura?


¿Por qué se escribe literatura?


Ésa es una pregunta que me he formulado yo también muchas veces. Creo que como todo escritor, mi vocación es lo mejor que tengo y que escribir es una actividad maravillosa, exaltante, difícil desde luego y a veces dolorosa, pero al mismo tiempo una de esas actividades en las que uno encuentra su propia satisfacción; una actividad que en sí misma constituye ya una recompensa para quien siente la necesidad o urgencia de escribir.

He reflexionado muchas veces sobre el origen de esta vocación. ¿Qué puede llevar a una mujer o a un hombre a dedicar su vida a crear realidades, mundos, con ese instrumento tan fugaz, evanescente, que es la palabra? ¿Por qué dedicar tanto esfuerzo, tanto tiempo a crear esas ilusiones si vivimos en un mundo que es tan rico, tan diverso, tan vasto, que ninguno de nosotros, ni siquiera los que llevan una vida aventurera y extraordinaria pueden realmente agotar?

Pareciera que si nos dedicamos a crear esos mundos rivales del real, de la realidad verdadera, que son las ficciones, es porque el mundo real de alguna manera no nos basta, no acaba de aplacar nuestros apetitos, nuestros sueños. Hay entre la persona que escribe y el mundo en el que vive una cierta incompatibilidad o entredicho, una cesura, un abismo que trata de llenar ficticiamente con un mundo que de alguna manera completa, extiende la realidad objetiva. Creo que esta respuesta acerca a la verdad pero al mismo tiempo es muy vaga y general.

Las razones por las que una persona está en entredicho con el mundo, siente que el mundo es insuficiente, que hay un desajuste entre lo que él quisiera que el 
mundo fuera y lo que el mundo en realidad es, son infinitas. Uno puede sentirse en rebeldía con la realidad por razones generosas, porque hay mucha injusticia a su alrededor y eso lo subleva; o por razones egoístas, porque una persona tiene apetitos o fantasías que la sociedad en la que vive rechaza, condena y sanciona y eso hace de él también un rebelde, alguien en guerra con la vida verdadera. Las razones pueden ser conscientes, pero la mayoría de las veces son inconscientes. En todo caso creo que si hay un elemento común entre quienes han escrito ficciones a lo largo de los siglos y en las diferentes culturas, es esa insatisfacción de la realidad, del mundo real. Ése es el acicate o impulso que está detrás de la vocación literaria.

En mi caso creo que el punto de arranque de mi vocación fue la lectura. Yo aprendí a leer a los cinco años y siempre digo que es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Yo recuerdo como algo extraordinario lo que significó para mí leer mis primeros libros de aventuras, esa posibilidad de trasladarme a través de la ilusión que la ficción inoculaba en mí a otros tiempos, de protagonizar hechos extraordinarios, de poder realmente desplazarme en el espacio y en el tiempo, viviendo no sólo mi propia vida sino la vida de esos héroes, de esos personajes de destinos sobresalientes o insólitos, pues significó literalmente el ser muchas personas a la vez gracias a la ficción y tener un cúmulo de experiencias que de otra manera jamás hubiera podido tener.

Creo que ése fue el punto de arranque de una necesidad o apetito que poco a poco se fue manifestando también, además de en la lectura, en la escritura. Y recuerdo muy bien que las primeras cosas que escribí, jugando como el niño que era, fueron enmiendas o continuaciones de las historias que leía y a las que les cambiaba los finales, cuando se terminaban demasiado pronto las alargaba, las continuaba, y ésa fue la primera manifestación que yo recuerde de mi vocación.

No sé si ése es el caso de muchos escritores, no sé si en algunos escritores la vocación es algo consciente desde un principio; en mi caso desde luego no lo fue; yo leía y comencé a escribir desde que era un niño, pero jamás se me hubiera pasado por la cabeza entonces que esa actividad podía llegar a ser no sólo una vocación sino una ocupación que tomara todo mi tiempo y mi energía. En esa época, cuando yo era niño, un escritor era una persona excéntrica, una persona que no parecía compatible con el mundo práctico, real, de tal manera que no se me pasaba por la cabeza que algún día llegaría a ser un escritor, o sólo un escritor, y organizaba mi vida imaginariamente, de una manera muy distinta, pensando que en el futuro sería marino, o sería abogado o sería periodista, y al mismo tiempo leía y escribía poemas o cuentos sin darme cuenta de que realmente esa actividad se iba convirtiendo en algo más importante cada vez, algo que hacía con más placer que otras cosas.

Fue en mis años universitarios cuando realmente comprendí que lo que yo hubiera querido ser en la vida era escritor, y al mismo tiempo seguía pensando que era imposible ser un escritor si uno quería tener una vida medianamente decorosa. Un escritor parecía algo incomestible, que condenaba a quien asumía semejante vocación a una vida de marginal, y entonces viví lo que me imagino han vivido no sólo en América Latina sino en muchas partes del mundo todos los jóvenes que descubren una vocación literaria y sienten al mismo tiempo una terrible inseguridad sobre la manera de asumirla.

Casi al mismo tiempo que descubrí que mi vocación era la literatura, creo haber comprendido que la literatura, una vocación hermosísima, exigía un compromiso total; que la literatura no podía ser una actividad de días feriados, un hobby, algo a lo que uno dedicaba los restos de una vida consagrada a otros menesteres, porque el tipo de literatura que resultaba de ese ejercicio transitorio era necesariamente una literatura pobre. Eso no me lo dijo nadie, eso no lo leí, eso lo sentí desde un comienzo.

Creo que lo que me ayudó a comprender esa necesidad de compromiso total con la literatura fue la enorme dificultad que tuve siempre para escribir. A mí no me ocurrió lo que a otros escritores que descubren que tienen facilidad. Yo tenía la pasión, pero no la facilidad. Escribir el texto más pequeño y la historia más simple me costaba un esfuerzo considerable y me exigía escribir, reescribir, romper, rehacer, empezar muchas veces una historia hasta que tomaba una forma persuasiva. Creo que esa inversión de esfuerzo y energía que estaba detrás de cada texto que escribía, me hizo intuir desde un principio que la única manera como yo podría llegar a ser escritor, sería si organizaba realmente mi vida en función de la literatura, y no como habían hecho otros escritores de mi país, que hacían de la literatura una actividad de domingos y de días feriados.

Es una decisión que tomé, me acuerdo, muy claramente en el año 1958: ya había escrito cuentos, ya había colaborado en muchas revistas, pero hasta entonces mi vida estaba como fracturada por esa duda. Decidí que iba a organizar mi vida en función de la literatura, que si tenía que ganármela con trabajos fuera de la literatura, no iba a permitir nunca que esos trabajos me tomaran la mayor parte de mi tiempo ni de mi energía.

A partir de 1958 tomé esa decisión y creo que fue realmente muy importante porque me permitió escribir mi primera novela.


¿Cómo se escribe una novela?

A un escritor le preguntan inevitablemente cada vez que alguien se interesa por su trabajo: ¿De dónde saca usted sus temas? ¿Por qué escribe usted sobre estas cosas y no sobre otras? ¿Y luego cómo hace una vez que tiene un tema? ¿Cuál es su método de trabajo? ¿Tiene usted ciertas manías? ¿Es usted disciplinado o es usted un inspirado que escribe por raptos de iluminación, de ilusión?
Pues yo les voy a contar cuál es mi caso, precisando que es mi caso y que conozco muchos otros escritores que escriben de manera muy diferente y que no coinciden para nada con mi propia experiencia en la gestación de una historia.

Lo que he aprendido escribiendo ficciones desde que era un adolescente es que en verdad nunca elijo los temas; los temas me eligen a mí: escribo sobre ciertas cosas porque me han ocurrido ciertas experiencias. Es la parte más misteriosa y hasta algo inquietante de la creación literaria. Uno conoce cientos y miles de personas en la vida y, sin embargo, hay algunas que dejan una impresión indeleble en la memoria. Uno protagoniza o es testigo de cientos de miles de sucesos a lo largo de su vida, pero hay algunos que perduran en la memoria con una fuerza que no decae sino que se mantiene, y a veces se acrecienta con el paso del tiempo. Hay ciertos episodios que nos refieren o que se leen y dejan esa marca en la memoria; luego, con el paso del tiempo, esas imágenes se van convirtiendo de una manera inconsciente, no deliberada, en el origen de un fantaseo. De pronto me doy cuenta de que llevo mucho tiempo fantaseando en torno a algún recuerdo y que he construido ya de alguna manera distraída, casi inconsciente, como un embrión de historia, a veces ni siquiera un embrión de historia sino una situación, un personaje, un clima en torno a ese recuerdo que por razones siempre oscuras para mí, se ha convertido en un estímulo de creación.

Quizás un ejemplo resulte más ilustrativo de lo que quiero decir: yo leí una vez, yendo en un colectivo de Miraflores al centro de Lima, en un periódico, un pequeño suelto sobre un accidente que había ocurrido en un pueblecito de la sierra donde se decía que un perro había emasculado a un niño recién nacido. Bueno, no sé si semanas o meses después, me encontré con que esa pequeña nota fugaz, leída en un periódico, yo la tenía muy viva en la memoria y que llevaba mucho tiempo fantaseando lo que sería la vida de ese niño cuando ese niño creciera. Daba vueltas y vueltas a esa idea. Esa herida experimentada por esa criatura, a diferencia de las otras heridas, en lugar de cerrarse con el tiempo iba a abrirse. La verdadera tragedia iba a manifestarse cuando ese niño fuera un adolescente y un hombre. Así me encontré con que había construido ya una historia.

Esa historia de pronto tuvo para mí una importancia extraordinaria; hacía mucho tiempo que tenía entre la cantidad de proyectos que estoy siempre barajando y cuya mayor parte quedan en el camino un proyecto que nunca había podido completar, que era escribir una historia sobre mi barrio. El barrio era ese grupo de muchachos y muchachas que se reunían en la esquina, que compartían todos los ritos de la adolescencia: el fútbol, las fiestas, los primeros cigarrillos, los enamoramientos, esa especie de familia paralela... Una experiencia que yo recordaba con una enorme añoranza porque para mí había sido entrañable, riquísima. Sobre ella quería escribir una historia y nunca había podido materializarla porque algo faltaba. Y, de
pronto, cuando me encontré que tenía el esqueleto, encontré que ya tenía la columna vertebral: un joven que en la infancia ha sufrido un accidente como el de la noticia periodística que leí. La historia del barrio debería girar en torno a este personaje, a este protagonista. ¿Por qué? No lo sé pero sentí eso clarísimamente. Así nació una de mis ficciones: “Los cachorros”. Es un relato, una novela corta o un cuento largo.

Todas las novelas, cuentos, obras de teatro que he escrito han tenido un origen similar. Algo me ocurrió que me marcó de tal manera, que no pude evitar escribir una historia a partir de esa experiencia. Por ejemplo, un día leí un libro que me dejó hechizado. Es una de las experiencias más ricas que he tenido como lector. “Os Sertôes”, de Euclides Da Cunha, un libro que debería ser obligatorio para quienes quieran entender lo que es América Latina y lo que no es América Latina. Quienes lo han leído saben que es un libro curioso porque es un libro en cierta forma hermafrodita: es historia, es sociología, es narrativa. No es una novela, pero se lee como se leen las grandes novelas. Es un intento de explicar un hecho histórico trágico brasileño: la guerra civil de Canudos, una guerra que estalló varios años después de establecida la República, varios años después de la caída de la Monarquía. Su causa fue una rebelión de campesinos del nordeste en contra de la República a la que los campesinos identificaron con el diablo. Esto generó un mal entendido histórico en el que la ideología jugó un papel fundamental. Obnubiló las conciencias y el conocimiento de los brasileños más lúcidos, de toda la inteligencia brasileña que era la que estaba tras la constitución de la República y movilizó todo el Brasil occidentalizado y moderno en contra de estos campesinos que creían estar luchando contra el diablo. Los republicanos inmediatamente interpretaron que los campesinos eran instrumentos de una conspiración antirrepublicana en la que participaban los señores feudales e Inglaterra.

Se trataba de un doble mal entendido: republicanos que luchaban contra unos conspiradores extranjeros y contra una plutocracia o aristocracia nacional, y unos campesinos que creían estar realmente luchando por Dios y contra el diablo. Esto provoca una guerra civil que deja cuarenta mil muertos y el propio Euclides Da Cunha, que participó en el bando de los republicanos más fanáticos escribió unos artículos en los que con la mejor fe del mundo daba pruebas, por ejemplo, de la presencia de oficiales británicos entre los yagunzos, entre los campesinos. Sin embargo, después de la matanza fue uno de esos raros intelectuales capaz de hacer una autocrítica y decir: "¿Cómo hemos podido engañarnos de esa manera, causar semejante tragedia sobre una ficción, sobre un mito?". Para dar una respuesta a esa pregunta, escribió ese libro maravilloso que es “Os Sertôes”, en el que, utilizando todas las ciencias sociales que estaban a su alcance, trata de explicar lo que ocurrió. Bueno, yo leí ese libro con deslumbramiento, en un momento además en el que yo vivía una crisis de tipo ideológico muy serio. Había perdido las ilusiones, el entusiasmo por una causa, había entrado en un período de depresión y autocrítica muy profunda y estaba sufriendo una enorme inseguridad y desconcierto ideológico, filosófico y político. Este libro, además, me llenó la memoria de personajes, como el líder mesiánico Conselheiro, un hombre humilde, analfabeto, que había sido capaz de ilusionar, de embarcar a toda una región del Brasil que se hizo matar por él y a la que convenció realmente de que luchar contra la Monarquía era luchar por Dios y contra el diablo.

La fuerza de estas imágenes fue tal, que durante mucho tiempo yo no podía pensar en otra cosa, y de pronto decidí que tenía que escribir una novela sobre esta historia. Algo había ocurrido, como en el caso de ese suelto leído así, muy fugazmente, en un colectivo entre Lima y Miraflores, leyendo este ensayo que junto a mi propia historia, mi historia secreta, una historia de la que no era yo enteramente consciente, me catapultó literalmente a escribir “La guerra del fin del mundo”.

Por eso digo que las novelas que yo he escrito tienen unos temas que en cierta forma me han sido impuestos por la experiencia, por una experiencia que seguramente afecta un núcleo básico que está allí, sumergido en la parte más oscura de mi personalidad y que es, como es el caso de muchos escritores, la fuente de la vocación y de la inspiración. Ésa es la primera comprobación que he hecho respecto a mi propio trabajo, respecto a cómo escribo: los temas me son impuestos por una realidad.

Nunca se me ha ocurrido vivir deliberadamente una experiencia a fin de poder escribir sobre ella aunque hay escritores que lo hacen pero en mi caso nunca ha sido así, incluso basta que alguien me diga que tiene un tema muy bonito para que escriba sobre él, para que yo sienta que todo mi ser cierra puertas y ventanas y decide no escribir nunca sobre ese tema. Es como si esa recomendación generosa fuera una especie de violación de una intimidad secreta en la que realmente se gestan, prescindiendo de mi ser consciente, los temas de mis novelas.
Cuando comienzo a escribir una historia, en realidad esta historia ya está en movimiento, ya está gestándose, ha dejado de ser una nebulosa y comienza a tener forma aun sin saberlo yo mismo conscientemente. De tal manera que, exagerando un poco, podría decir que la parte consciente en la que realmente trabajo con la mayor lucidez posible, con la razón y con el conocimiento, no es en la elaboración de los temas, sino fundamentalmente en la forma en que esos temas van a cuajar y materializarse. Así sí tengo la sensación de ser totalmente responsable: alguien que elige las palabras, la escritura que conviene a esa historia, y las técnicas.

Aunque los profesores de literatura pueden elaborar hasta el infinito sobre las modalidades de la técnica, creo que básicamente las técnicas de una ficción se reducen a dos problemas básicos que tiene que resolver un escritor: el del narrador y el del tiempo.

En primer lugar hay que preguntarse quién cuenta la historia. ¿La cuenta alguien que está dentro de la historia? ¿Un narrador implicado, un narrador personaje que vive la historia con los demás personajes, o la cuenta un narrador omnisciente y ajeno a la historia, alguien que va como ordenándola como un Dios padre desde afuera? ¿La cuentan muchos narradores o un narrador omnisciente y muchos narradores implicados? Ése es un problema técnico fundamental que hay que resolver, porque aunque no lo parezca, el personaje principal de toda historia es siempre el narrador que cuenta la historia, y el narrador no es nunca el autor. El narrador es un personaje que crea el autor incluso en aquellas novelas en que el autor aparece con nombre y apellidos propios. Por ejemplo, en una novela mía que se llama “La tía Julia y el escribidor”, aparece un Varguitas, y muchos lectores creen que ese Varguitas soy yo de pies a cabeza. Y no, ese Varguitas es un personaje de la historia, aunque usurpe mi nombre y también algunas de mis experiencias biográficas.

El otro problema técnico fundamental que tiene que resolver el escritor es el del tiempo. El tiempo en una novela no es nunca el tiempo cronológico, el tiempo real, el tiempo en el que estamos inmersos que nos va socavando y nos va deshaciendo poco a poco en una ficción. El tiempo es también una ficción, una ficción sutil, una construcción artificial de la que dependen como del narrador los fracasos y los aciertos de la historia.

Desde luego que un escritor no tiene que plantearse eso de una manera teórica. Hay grandes novelistas que se reirían a carcajadas de mí si me estuvieran escuchando. Dirían que jamás en su vida han pensado en el problema del narrador ni en el problema del tiempo, que han querido contar una historia y han sentido que la mejor manera de contarla era así, y eso desde luego es cierto, pero eso quiere decir simplemente que ese novelista resolvía ese problema del narrador y del tiempo de una manera intuitiva, no de una manera racional y consciente.

¿Por qué elegir una manera de contar una historia y descartar otras? Hay infinitas maneras de contar una historia. Una misma historia se podría contar de decenas o cientos de maneras diferentes, pero hay una, indudablemente, que es la mejor manera de contarla. ¿Qué quiere decir la mejor manera de contarla? La manera más persuasiva, la manera que puede aprovechar mejor las vivencias implícitas en esos personajes, en esa situación, en el ambiente que la historia refiere. ¿Cómo sabe cuál es? Tampoco se puede responder racionalmente a esta pregunta. Por lo menos yo no puedo, pero sí sé exactamente cuando la manera que he elegido no funciona: cuando la historia contada de ese modo, desde esa perspectiva, desde esa distancia, desde ese tiempo, está siendo como desperdiciada, empobrecida. Ésa es una intuición de la que yo tengo una seguridad casi absoluta, y llego a la fórmula que me parece la más aceptable a través de la eliminación, es decir, a través de correcciones, de rehacer, de romper.

Desde luego, no es el caso de otros escritores. Yo recuerdo mi sorpresa y mi deslumbramiento cuando vi que Cortázar había escrito “Rayuela” sin corregir una sola página, un libro que tiene una construcción tan compleja, una estructura que es tan elaborada, que da la impresión de un enorme trabajo de carpintería. En verdad, la escribió sentándose a la máquina cada día sin saber de qué iba a escribir, y prácticamente envió al editor esa primera versión, ese borrador que fue la versión definitiva de la novela. A mí me deslumbró. Recuerdo que conversé con él y le dije que para mí era absolutamente imposible porque la primera versión de una historia en mi caso era un magma, un caos incomprensible, y me dijo: "Lo que puede ocurrir es que simplemente yo hago el trabajo que tú haces materialmente, yo lo hago subjetiva e inconscientemente. Quizás, cuando yo me siento a escribir un cuento o una novela ya he hecho secretamente en la conciencia todas las versiones necesarias y he eliminado todo lo que había que eliminar, y lo que sale en realidad es una versión definitiva".

En mi caso no ocurre nunca así. Es una elaboración que va tomando forma por eliminación y por eso digo también que lo que me gusta realmente no es escribir sino reescribir, que más que un escritor soy un “reescritor”.

Es muy interesante la manera con que la elección de la forma va dando consistencia y visibilidad a la historia. Quizás por lo que llevo dicho, a algunos de ustedes les puede haber parecido que es un proceso que tiene una cronología, que primero uno construye la historia en la cabeza y luego se sienta a escribirla. Pero no. Cuando yo me siento a escribir, lo que tengo es una nebulosa más o menos organizada en trayectorias. Hay unos personajes que van de aquí a allá, cuyos caminos se cruzan, pero todo es todavía muy difuso, muy vago, y lo va a seguir siendo hasta que yo termine la novela, escriba la última palabra y le ponga el punto final. Esa historia va tomando consistencia en la medida en que se materializa en una forma dada, en unas palabras y en una organización temporal.
Es fascinante cómo en ese proceso, la ficción se va alimentando de toda la experiencia vivida. En todas las novelas que he escrito me ha ocurrido lo mismo. Al principio, esa historia está distante, es una historia fría. Tengo la impresión de que al escribirla hago un trabajo más bien mecánico, tengo que imponerme unos horarios, forzándome a mí mismo. Pero luego, a medida que consigo avanzar en el borrador, y tengo una primera versión caótica, realmente magmática, allí hay un fenómeno que ocurre, y es que empiezo a sentir poco a poco que ese mundo me va canibalizando, utilizando todo lo que me ocurre, nutriéndose de otros recuerdos, atrayendo por asociación, por contraste, por semejanza, otras imágenes y llega un momento que es realmente fascinante, porque a pesar de haberlo vivido muchas veces me sigue inquietando, en el que yo tengo la sensación de que todo lo que hago las veinticuatro horas del día, es decir, incluso cuando duermo, está totalmente aprovechado por la obra que voy a escribir .

Cuando llega ese estado, es cuando realmente siento que todos los esfuerzos están justificados, que es el mayor premio que la literatura puede dar. Esa sensación de que hay un mundo que ha comenzado ya a manifestarse, a vivir por sí mismo, y que tiene una fuerza de atracción sobre mi propia persona que me lleva a entregarme enteramente a él y que me tiene en cierta forma esclavizado. Son palabras que naturalmente pueden parecer grandilocuentes, pero expresan una realidad muy cierta. Creo que esto lo vive todo aquél que ha llevado una tarea creativa y que es testigo de una vida que brota y de la cual uno es parcialmente responsable; aquél que ha conseguido movilizar fuerzas, energías, posiciones o ideas, todo lo que llevaba almacenado.

Otra comprobación que para mí ha sido siempre interesantísima, es que rara vez coincide la visión que uno tiene de la historia que ha escrito, con la que tienen los lectores. Por más lucidez que uno tenga respecto de lo que ha querido hacer, siempre se lleva sorpresas y yo me las he llevado en todas las novelas que he escrito.
La primera sorpresa la recuerdo muy bien. En mi primera novela, “La ciudad y los perros”, hay la muerte de un cadete, en una escuela militar, una muerte de autoría misteriosa.

Yo había tenido muchas dudas mientras escribía la novela, sobre si este joven había sido asesinado por un compañero o su muerte debía ser casual. Pero no conseguía tener una idea clara. Así que dejé esa historia en la ambigüedad. Pero conversando con un crítico, Roger Callois, un magnífico crítico, dicho sea de paso, uno de los primeros europeos en hablar de la poesía y la novela del boom latinoamericano, él me habló de “La ciudad y los perros” de una manera que me sorprendió totalmente. Me dijo: "El asesinato de ese muchacho que lleva a cabo el Jaguar es para mí una de las cosas más interesantes de su libro". "Pero si el Jaguar no asesina al cadete", le respondí. "Claro que es el asesino, no hay ninguna duda. Usted no se ha dado cuenta, pero es clarísimo. El Jaguar es una persona que necesita recobrar un liderazgo perdido sobre sus compañeros. Él es el caudillo, el matón. De alguna manera se realiza con esa jerarquía. Entonces, ¿cómo recuperar el liderazgo? Con un hecho de sangre. Sólo él pudo haber sido el asesino". Fue tan persuasivo que me lo creí. Ahora yo sostengo que el Jaguar es el asesino del esclavo.

Recuerdo el caso de otro crítico que escribió sobre “Conversación en La Catedral”. Era un ensayo tan elocuente que cuando me preguntan sobre mi interpretación de la novela, doy la de este crítico. Él sostenía que en “Conversación en La Catedral”, lo que yo quería mostrar es la profunda corrupción que vive la sociedad peruana a partir del poder político, de esa dictadura que es una fuente de putrefacción que va contaminando el resto de la sociedad. 

Hasta allí sí coincidía con lo que yo tenía en mente cuando escribí la novela. Pero otro de sus argumentos y además daba ejemplos era que lo interesante es la materialización formal de esa idea: que cada vez que la historia se acerca al eje del poder político, al dictador, el lenguaje se vuelve sucio, no sólo porque aparecen palabrotas, sino porque incluso hasta la sintaxis se descompone, se deteriora, y hay una deformación a nivel del lenguaje. De esta manera se denuncia la naturaleza profundamente abyecta del poder político. Jamás se me había pasado por la mente semejante cosa, y sin embargo, esa lectura era tan persuasiva, que me convenció.
Cuando uno escribe, no sólo proyecta la parte consciente de uno mismo sino la parte oscura de su personalidad. Uno escribe con ideas, pero también escribe con sus instintos, con sus emociones, con sus pasiones, y con esos materiales encerrados en el fondo del subconsciente. En el proceso de la creación precisamente esos estados que los románticos llamaban inspiración, y que podrían llamarse excitación o sobreexcitación, comparecen a la hora de escribir y dejan también una huella. Eso explica por qué lo que uno quiere decir no coincide siempre con los lectores. Pero eso no invalida su interpretación, simplemente pone de manifiesto la ceguera que a veces tiene el escritor frente a lo que hace. Ustedes conocen la célebre carta de Flaubert al abogado que lo defendió cuando su novela Madame Bovary fue llevada a los tribunales por inmoral. En esa carta decía: "...no entiendo cómo me pueden juzgar por la novela si la moral es clarísima. Es una novela que muestra las consecuencias negativas que tiene la mala literatura en una muchacha de provincias".

¿Para qué sirve la literatura?
Ésta es una pregunta que no sólo se formulan los enemigos de la literatura y los lectores, sino también los escritores. Cuando era joven, cuando descubrí mi vocación de escritor, era la época del existencialismo, los años de la literatura comprometida. Todos estábamos de acuerdo en que la literatura servía. Algunos pensaban que servía como una manifestación de militancia política; por ejemplo, los comunistas que creían en el realismo socialista como un arma de combate de la revolución mundial, y que a través de la literatura, se podía explicar lo que era la lucha de clases.

Pero la literatura comprometida tenía otra opción más sutil, más rica, mucho más convincente, que esbozó Sartre en su ensayo "¿Qué es la literatura?", y que, creo, marcó profundamente a muchos los escritores de mi generación. A mí desde luego me inculcó una visión de la literatura que, a pesar de haberme distanciado mucho de las ideas de Sartre desde entonces, todavía tengo presente. La idea de Sartre es que la literatura no puede escapar de ninguna manera a su tiempo y que la literatura no es ni puede ser un mero entretenimiento. La literatura es una forma de acción, las palabras son actos la célebre frase de Sartre y a través de la literatura, uno influye en la vida de otros y en la historia. No de una manera determinante, premeditada, con efectos políticos más o menos inmediatos, como creían los partidarios del realismo socialista. Pero sí de una manera indirecta, formando unas conciencias que están detrás de unas conductas. De tal manera que, indirectamente, la literatura sirve, contribuye a la acción en el seno de la sociedad.

Esas ideas estuvieron muy arraigadas en América, en Europa y en el mundo entero en los años 60. A partir de los 70 comenzaron a ser revisadas y creo que hoy muy pocas personas en el mundo las comparten. Han salido muchas ideas sobre lo que es la literatura, pero lo que flota en el ambiente es que la literatura sirve para algo o, si no, no se explica que todavía sigamos leyendo historias. No creo que sea una actividad sin consecuencias cuya única razón sea hacer pasar un buen rato a las personas.

El entretenimiento está muy bien. No hay que sentirse desmoralizado si la literatura sólo sirve para entretener. No obstante estoy convencido de que la literatura tiene efectos en la vida. Pero esos efectos no se pueden premeditar. No hay manera de que el autor planifique lo que escribe para que su libro tenga determinadas consecuencias en la realidad.

Un pueblo contaminado de ficciones es más difícil de esclavizar que un pueblo aliterario o inculto. La literatura es enormemente útil porque es una fuente de insatisfacción permanente; crea ciudadanos descontentos, inconformes.

Nos hace a veces más infelices, pero también nos hace muchísimo más libres.

El producto audiovisual no puede sustituir esa función de la literatura. Me gusta mucho el cine, veo dos o tres películas por semana, pero estoy convencido de que las ficciones cinematográficas de ninguna manera tienen ese corolario lento, retardado, que posee la literatura en el sentido de sensibilizarme respecto a lo que son las deficiencias de la realidad y hacerme sentir la importancia de la libertad. Creo que por allí podemos responder para qué sirve la literatura. Sirve para entretener, desde luego. No hay nada más entretenido que un poema o una gran novela, pero ese entretenimiento no es efímero. Deja una marca secreta y profunda en la sensibilidad y en la imaginación.