La música que nos marca

Librería Ateneo Grand Splendid en Buenos Aires,
considerada por el periódico británico "The Guardian"
como la segunda más hermosa del mundo.


Escrito por Addy Góngora Basterra.
Publicado en el Diario de Yucatán.

Incalculables horas de infancia las pasé felizmente en carreteras. La promesa de llegar de Mérida a Veracruz al final de un tramo —al mar, siempre al mar…— y abrazar a mis cuatro abuelos era una emoción que hoy sólo es posible a medias y me conmueve por improbable.

Trece horas dentro de un coche con mis dos hermanas y mis padres era el mismísimo paraíso: íbamos alegres, cantando, desmañanados, bebiendo refresco de manzanita y con paletas Tutsi Pop de vez en cuando. ¿Qué escuchábamos en ese encierro móvil que empezaba en la colonia Alemán —o en Brisas— y terminaba en una calle cercana al estadio de los Tiburones Rojos o del Parque Zaragoza en tierra jarocha? Oíamos las preferencias musicales de nuestros padres, esas que han marcado la educación sentimental de las tres Góngora Basterra y que integran nuestro repertorio básico que a más de tres desconcierta: “¿cómo se sabe alguien de tu edad esas cosas?”. Así que Celia Cruz, Javier Solís, Glenn Miller, Flans, Rubén Blades, Perales, Rocío Durcal, rock&roll en español, Agustín Lara, Lucho Gatica, salsas, cumbias, boleros y love is in the air se volvieron parte de nuestras vidas. Así como cantábamos, igual bailábamos ya fuera con la radio, con la marimba que contrataban para las fiestas —chachachá, qué rico chachachá— o con el sonido de la licuadora. Nos zangolotéabamos… como igual nos dio por gusarapear el cuerpo imitando lo que veíamos en la tele: era el año 86 y México estaba enardecido por un balón… chiquitibum a la bim bom bao, a la bio, a la bao, a la bim bom bao, México, México, rra, rra, rra… y nos movíamos como si nos estuviéramos electrocutando. Tere tenía dos años. Lichi, tres. Yo, cuatro. Éramos niñas, éramos tres, éramos Flans.

Hace unos años, en la librería Ateneo Grand Splendid en Buenos Aires —uno de mis lugares favoritos en el mundo, es un antiguo teatro convertido en casa de libros… los palcos son ahora pequeñas áreas de lectura, lo que fue escenario es una cafetería con piano— se presentó la cantante María Volonté. Más que concierto fue una conversación musicalizada, ya que había una persona entrevistándola a la que, entre anécdota y relato, la Volonté dejaba para cantar. De pronto, María presentó a un hombre que estaba en el público, alguien por quien expresó admiración y a quién le agradeció compusiera, de entre varias, una canción en especial. ¿Quién era él? Mario Clavell. ¿La canción? “Somos”. Él llevaba un traje blanco y agradeció de pie los aplausos mientras ella se acomodaba cerca del piano para, más que cantar, decirnos… somos un sueño imposible que busca la noche… súbitamente, la voz de esa mujer me transportó al Dart Guayin azul cielito de mi papá, con los asientos de atrás reclinados hechos cama, como a mis hermanas y a mí nos gustaba viajar… para ocultarse en las sombras del mundo y de todo… ¿qué podía saber esa Addy chiquita del amor —¿qué sé ahora?— como para que me gustara tanto la canción y saberla de memoria? … somos en nuestra quimera doliente y querida dos hojas que el viento juntó en el otoño… Algún día le agradeceré a María Volonté haberme devuelto instantes que había olvidado, como esos viajes por carretera con mi familia, cantando. Y qué feliz fui cuando Concha Buika incluyó ese tema en su disco “El último trago” con Chucho Valdés al piano: delicioso regalo.

Fue así, yendo de un lugar a otro, como aprendí a disfrutar los boleros rancheros y, de manera especial, a Javier Solís… de noche cuando me acuesto a Dios le pido olvidarte y al amanecer despierto tan sólo para adorarte… ¡Cuánto le agradezco a Spotify la mina de oro que aloja en mi teléfono celular! De ahí alimento mi nostalgia y le doy cuerda a mi almita musical, tropical y camaronera, qué influencia tienen tus labios que cuando me besan tiemblo, hacen que me sienta esclavo y amo del universo. Música, velocidad y personas que también se sepan las canciones son, como el Maculí en flor, gratuita alegría para saborear instantes de la vida.

Si la música fuera un tatuaje, no habría parte de nuestra piel sin cicatriz, formas ni colores, como tampoco nuestros cuerpos serían lienzo suficiente para todo lo que la música nos marca y abarca. Tal vez por eso es intangible y un asunto del alma, talismán inmarcesible… así como escuchar, de verdad escuchar, es una poderosa virtud por la que hay que dar las gracias.

@letranias