Suerte de charrería




Fragmento del texto leído en el XVI Coloquio de Literatura Mexicana
“Huellas del tiempo” en la Universidad de California, Santa Barbara.

Escrito por Addy Góngora Basterra.
Publicado en el Diario de Yucatán.

Un espejo es objeto misterioso que duplica lo que somos… excepto en pensamiento y memoria. La superficie de cristal puede ser testigo del nacimiento de una persona, acompañarla todos sus años y reflejar el momento de su muerte, en la vejez, sin dejar rastro ni huella del paso de esa vida. Para salvarnos del olvido hemos inventado otro espejo que nos devuelve de un modo magnífico: la palabra escrita.

¿Qué es el pasaje de un diario, una carta de amor, las páginas de un libro, una carta entre amigos, el post de un blog, la actualización de un estado en Facebook y un “tweet” si no las huellas, vueltas letra, de nuestro paso? Vuelvo al sur como se vuelve siempre al amor, canta Roberto Goyeneche. Vuelvo al blog, como se vuelve siempre al amor, pienso a veces, porque basta un clic para retornar a episodios que parecen detenidos en el tiempo, como si un poema o un relato fueran como esas burbujas de cristal a las que se les da vuelta para llenarse de nieve o de escarcha, animando lo que parecía inerte. Los espejos no tienen memoria, pero las páginas de un diario y las entradas de un blog, sí.

¿De qué manera el diario ha sido bitácora de andanzas? ¿Verdaderamente el blog, Facebook y Twitter rompen esa intimidad o son aliados? ¿Qué es hoy lo público y lo privado? Recuerdo las palabras de la cantante Concha Buika en una entrevista: “Debes tener en cuenta que de los artistas no se sabe lo que hacen, se sabe lo que publican”. Mismo caso el de los escritores, cuyos años están marcados por palabras, noble cicatriz, espejo de vida, memoria que se baraja con todo lo vivido y todo lo leído.

A saber: hay gente que lleva el registro de su vida por los perfumes que usa, los vehículos que ha tenido, por el tiempo invertido en amores, por películas y canciones que marcaron una época. Saben lo que pasó en sus vidas por el recuerdo que esto les trae. Pero también hay personas que tenemos registro del pasado por los libros que hemos leído, por las anotaciones en cuadernos, por lo publicado en un blog y lo compartido en redes sociales: ¿para cuántos las huellas del tiempo, más que arrugas y cicatrices visibles, son fragmentos de libros, versos inolvidables, personajes entrañables que se antojan como amantes o amigos? ¿A cuántos nos ha marcado de por vida el fascinante ejercicio de leer? Me pregunto quiénes recordarán el momento en el que se volvieron lectores. Tal vez para muchos no existe el registro, tal como yo no recuerdo haber visto el mar por primera vez porque nací cerca de él y porque lo he procurado siempre. Sin embargo, descubrir la lectura en la adolescencia fue ver el mar por primera vez, sorprenderme por su grandeza y hermosura con su vaivén de siglos.

Leer es aprender otro idioma. Es conocer nuevas posibilidades para comunicarnos a través del vocabulario, es pensar nuevas maneras para nombrar, porque en la lectura se nos presentan otras formas para entender y vivir la vida. Así como al estudiar inglés, francés o portugués se tiene un cuaderno para anotar palabras, frases, citas e ideas, así también hay cuadernos con los que algunos acompañamos nuestras lecturas. Palabras con las que se puede viajar en el tiempo, basta releerlas para recordar lo que estaba viviendo. Páginas repletas de transcripciones, fragmentos de historias que nos sedujeron, líneas y líneas de versos predilectos.

Del papel al mundo virtual, de una columna en el periódico al post del blog, de un telegrama a un “tweet”, de un círculo de lectura a una “Fan Page” en Facebook, lo que prevalece es la palabra, la necesidad de contarnos unos a otros, la urgencia de escribir y deletrear.

Para no desvanecernos en el tiempo como las huellas de una playa en la marea, tenemos la escritura… esa suerte de charrería con la que lazamos la memoria y nos robamos un pedacito de eternidad.