Postales de Morelia

DE DÍA

A un costado de la Catedral de Morelia, palomas vuelan en círculos. A cada vuelta, mayor es el número de palomas que se unen al vuelo, como esos chinos de circo donde empieza uno solo en la bicicleta y acaba una pirámide de chinos sobre él. En el suelo, cerca de esos giros de palomas, una señora con chongo, traje típico y edad indefinible, arroja un puñado de maíz. Parece que las palomas saben, porque en diagonal y dando un espectáculo, bajan a donde está la mujer, que sonríe con el sol en la cara.

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Racimos de globos de colores, de diferentes tamaños y formas, van de la mano de un señor sin bigote ni prisa. Está de pie como quien no espera nada, aparentemente, porque en realidad está haciendo feliz por un instante a un niño al que su madre no podrá comprarle el globo en forma de gatito que el hombre sin bigote llena de vida, por unos segundos, sólo para ese pequeñito.

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En Los Portales de Morelia, uno pasa caminando y atraviesa el olor del café como quien atravesara una cortina hecha por pendientes. Uno de esos pendientes de la cortina de café se me quedó atorado en el cabello, que iba suelto. Me hizo retroceder y no intenté zafarme ese olor que se me quedó prendido: respiré profundo. De manera irresistible me senté en una mesa frente a la catedral, donde vi a palomas en bandada y a un señor que no vendió ni un globo el ratito que me duró la delicia del café recién hecho.

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Se acerca el Día de Muertos. El papel picado y las flores de cempasúchitl están por todas partes. Pétalos hacen caminos para guiar a las almas: sigue el camino anaranjadillo. Un señor pasa junto a mí llevando bajo el brazo —como mi abuelo Luis acostumbraba llevar el periódico doblado o como mi abuela Mosín el monedero— una Catrina-Piñata de cuerpo entero. Maravilloso. Una obra de arte popular de ojos negros negros, vestido morado, sombrero morado, blanco todo lo demás. Qué gran festejo el que se vive en Michoacán. Aquí y ahora nunca la muerte estuvo tan viva. 


DE NOCHE

Semáforo en luz roja. Un hombre gordo le sopla a un circulito del que salen burbujas que vuelan en desorden entre los coches, igual a como va él procurando vender su juego del aire. Una burbuja se mete por mi ventanilla. La atrapo. Mientras, al frente de la manada de automóviles, un muchacho flaco y sin camisa, hace malabares con un palo que arde en llamas en sus extremos. Luz verde.

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La Catedral de Morelia luce callada por lejana. Hasta aquí uno solamente puede imaginarse las campanadas. En la distancia, por sus torres altas iluminadas, la Catedral es una H mayúscula a la mitad, con la parte alta color ámbar. A las catedrales hay que admirarlas en lontananza. Así la admiré camino al restaurante San Miguelito, imperdible para quien venga a esta ciudad. Al fondo del restaurante hay un área dedicada a San Antonio, donde una estatuilla suya —también de cuerpo entero— está puesta de cabeza. Al pie de la columna en la que está, hay un atril como de Biblia y en ella una libreta donde quien quiera le pide a San Antonio lo que ya sabemos que concede. Tanto del techo como de las repisas cuelgan San Antonios de cabeza, de todos los tamaños, todos ellos en perfecto orden como benditos murcielaguitos listos para conceder su buena voluntad.

Antes de salir leí lo siguiente:

No permitas que alguien llegue a ti y se vaya sin ser mejor y más feliz.

En ese momento, y tras llevarse la propina, el mesero me dio una bolsa con mentitas. Pero ya yo estaba saboreando esa frase escrita en el marco de una puerta que estaba atrás de mí: ¡algo bonito aprendí!

Mañana sigo. Hora de dormir.