Mónica Mansour

© Michael Ochs Archives

Fragmento del libro: "En cuerpo y alma".

Hay otras ocasiones en que el silencio se convierte en espejo. Hubo una vez una niña, por ejemplo, vestida con un brillante y limpio espejo. Cualquiera que la mirara encontraba en ella lo que quería ver. Lo único raro que observaban en ella era que al tacto se sentía un poco fría y dura. A medida que fue creciendo, sus padres le compraron ropa nueva y más grande, siempre de espejos. Era una niña muy querida, porque cada uno que la miraba reconocía de inmediato el reflejo deseado y amado. Todos estaban felices. Menos la niña, claro. Ella, en realidad, se sentía rígida y apretada dentro de esa ropa. Nadie entendía bien por qué se encerraba con tanta frecuencia en su cuarto, por qué invariablemente prefería la soledad, por qué cuando tuvo la edad suficiente quiso vivir sola en un pequeño departamento. Nadie sabía que la niña buscaba cualquier oportunidad para desnudarse de esa ropa rígida y fría y sentir su cuerpo.
No se dude de que en varias ocasiones, tal vez cada tantos meses al principio y después más espaciadamente, esa niña intentó decir que la ropa le molestaba, que no le quedaba bien y no era su estilo, que no le gustaba. Peo sus interlocutores sólo veían sus propios movimientos de labios en los espejos y, con eso, siempre estaban de acuerdo. Al darse cuenta de que la gente no la oía, la niña decidió no hablar. Cuando lloraba, la gente oía risas o bien creían que se había lastimado; entonces le reacomodaban los vestidos y otra vez veían la sonrisa cuando sonreían satisfechos. Así la niña aprendió el silencio.

Hay que tener cuidado, porque hay varios tipos de silencio. Está el maravilloso, está el reflejante, está el terrible como muralla y también hay uno muy peligroso. Por eso hay que conocer y amar el silencio, pero también hay que conocer y amar las palabras, las de viva voz, no las del cuerpo, sino esas con letras y sonidos que hay que atreverse a pronunciar con los labios y el paladar y la lengua para que se salgan del cuerpo y no se enquisten y se infecten y se pudran y supuren lo suficiente para invadir ese cuerpo milímetro a milímetro.
Mi hermana tenía cáncer y nadie se lo quiso decir. Porque en realidad le tenían miedo a esa palabra tabú, esa palabra que no debe pronunciarse porque su sonido hace daño, puede volverse realidad, puede volverse maldición, afecta el pudor de oídos propios y ajenos, puede ser contagiosa, está contra la moral pública. Sólo está permitida en contextos limitados, como congresos o documentos médicos, la caja de limosna en los bancos o el anuncio periodístico de progresos en su curación. Pero nunca en un contexto más específico, nunca cuando sea posible identificar al agraviado. Es una palabra parecida a la lepra, sífilis, manicomio, prostituta, terrorista, sida y otras. Es decir, palabras mágicas cuya sola enunciación produce consecuencias activas.

(...)

Una noche, como a medianoche, tocó a la puerta de mi departamento. Cuando abrí, antes de saludarme (o en lugar de), hizo una pregunta que más bien parecía afirmación: "tengo la enfermedad Hodgkins, ¿verdad". Sí, le contesté, ¿cómo lo sabes? "Vengo ahora de un curso sobre control mental y hoy lo dedicaron a la descripción de distintas enfermedades. Cuando describieron el cáncer tipo Hodgkins, me di cuenta enseguida de que eso es lo que yo tengo. Dime, ¿es cierto?" Sí. y hasta la madrugada, tomando té y café, estuvimos tratando de reordenar su mundo de acuerdo con la nueva información: ella preguntaba sobre las incoherencias de la gente que la rodeaba, yo trataba de justificar a partir de la angustia y la mentira, porque eso había sido su punto de partida. Esa noche fue una bisagra en su vida. Su cuerpo respondió mejor a los tratamientos, tomaba conciencia de sus relaciones con la familia y con los amigos. Y comenzó a tomar decisiones. Una de ellas fue divorciarse, otra fue estudiar una nueva carrera y hacerse más cargo de su hijo.
Asumir sus derechos sobre su propia vida fue su salvación, su curación.
Por eso no hay que olvidar ciertas palabras, no hay que olvidar pronunciarlas aunque den miedo, invadirlas y habitarlas. Ella se metió dentro de la palabra cáncer y la palabra tuvo que salir de su cuerpo.

(...)

Hay silencios de todo tipo, y también hay lenguajes, sonrisas, gritos, murmullos de todo tipo. En el cuerpo. Entonces, como decía, hay que saber leer, pero también hay que saber escribir. Con el cuerpo. Por eso la danza, el baile, el sueño, el sexo. Por eso moverse y sentir cada pedacito de cuerpo, pero no en la piel, sino dentro de ella, cada paso de la sangre, cada actitud del músculo, cada órgano que encuentra su lugar, cada principio, trayecto y fin del enredo nervioso. Saber que uno es uno y es todo. "El ritmo es su norma, el solo paso, la sola marcha en círculo, sin ojos... irresponsable, eterno". Así, así, exactamente así, en la danza, en el baile, en el sexo, con otros cuerpos también únicos y unidos todos en el mismo ritmo irresponsable, eterno. No estoy tergiversando a Gorostiza: sus palabras sirven para Dios y para el sueño de la creación y también para los cuerpos en conjución con el ritmo. Si Gorostiza no hubiera intuido los cuerpos y su amor por la música y el ritmo, nunca podría haber escrito versos como éstos: "Después, en un crescendo insostenible, mirad cómo dispara cielo arriba, desde el mar, el tiro prodigioso de la carne que aún a la alta nube menoscaba con el vuelo del pájaro, estalla en él como un cohete herido y en sonoras estrellas precipita su desbandada pólvora de plumas". Y es que así son los cuerpos y por eso necesitan la danza, el ritmo, la música.