Postales de la vida a la que volveremos

Imagen de Maret Hosemann.


Por Addy Góngora Basterra.

I


El río Ouse se desliza por debajo de un puente. Patos se alimentan del pan que un hombre con sombrero les avienta. Se acercan nadando y revoloteando. No logro contarlos porque se mueven mucho. El hombre continuamente les arroja trocitos desde la mano que entra y sale de la bolsa naranja donde ha llevado el alimento. Antes de irse, en esa misma bolsa mete la basura que recolecta de la pequeña orilla arenosa, junto al puente. Envolturas y botellas de plástico, principalmente. Inclina una rodilla, como si fuera a inclinar la otra para orar, pero el movimiento se queda a la mitad, con la flexión de la pierna derecha solamente. Tiene dificultad para los movimientos, que hace unas doce veces por los doce hallazgos que saca del agua entre los patos, que parecen acostumbrados a él. Después sube los escalones de piedra que lo llevan a donde inicia el arco del puente y se va, como cualquier otro ciudadano de los muchos con los que se cruza, llevando de la mano una bolsa de plástico.

—Qué vida de pato —piensan los patos tras el regocijo del pan, al ver al hombre abandonarse a la corriente de la vida cotidiana, como ellos se han abandonado a las olitas provocadas por el paso de una pequeña embarcación.

II


Nelly tiene tres años. Hemos coincidido en una sala de espera: con actitud inquieta me entretiene mientras acompaña a su mamá y a su abuela a una consulta médica. Brinca, de uno en uno, los cuadros del suelo, se tira al piso, hace un split, sonríe al ver que tiene mi atención. Se acerca, le pregunto su nombre y cuántos años tiene. Con palabras me dice “tes” y con los dedos me indica “cuatro”. —¿Tres o cuatro? —le pregunto, haciendo con los dedos los números, primero uno y luego el otro. “Tes”, vuelve a decirme. Me sonríe luciendo los dientes. La llama su mamá, pensando que posiblemente me esté “molestando” y, aunque se aleja un poco, permanece brincando a tres sillas de mí, hasta que descubre el basurero plateado que de altura mide lo mismo que ella. Se echa al piso, de rodillas, para mirarse en el reflejo platinado y turbio del basurero. Se gruñe, hace muecas, descubre el pedal, se para, lo pisa, abre y cierra, abre y cierra, me río y ella se da cuenta, en su efímera diversión parece satisfecha y me mira de reojo con gesto travieso. —¡Nelly, ven acá! —le pide inevitablemente su mamá. —Ni modo —le digo cómplice con gesto a labios cerrados y alzando cejas y hombros, compartiendo su decepción.

III


Pelícanos. Ligereza de pelícano. Ojos de pelícano. Acierto de pelícano. Garganta de pelícano. Muelle de pelícano. Vaivén de pelícano. Hambre de pelícano. Ocio de pelícano. Desde la terraza, veo mi película de pelícanos en pelirrojo atardecer, degradado en tonos que evocan ocasos de William Turner. Síndrome de Estocolmo del Caribe: el turquesa del mar va siendo azul oscuro cuando el sol pierde geometría y se convierte en explosión cromática. Enfrente, la zona hotelera de Cancún empieza a iluminarse. Luces blancas y naranjas laten en clave morse.

Cerca de la orilla rocosa, a unos veinte metros de los cuatro pelícanos dándose festín a son de mar, hay dos hermanitos haciendo lo mismo en un claro circular que parece hecho a mano para los huéspedes del hotel.

—Qué vida de pelícano —piensan los pelícanos al ver a los niños, tras afilar la mirada antes de sumergirse a bucear con su garganta cazadora.

IV


Fue la maga del pueblo quien le enseñó a Chichuán a montar bicicleta.

—¡Si aprendes, nunca se te olvida! —le gritó corriendo a su lado mientras Chichuán, con ocho años, el cabello despeinado y sin zapatos, intentaba sostener el equilibrio pedaleando.

Con un cortejo de perros, la maga y Chichuán andaban por el túnel de sombra provocado por la copa de los árboles. Era de mañana y ya hacía calor, el sol brillaba en los techos de guano, en el filo de las piedras y en la trenza del cabello negro de doña Erminda, que en ese momento rondaba el patio de su casa.

—¿Cuál de ustedes vendrá hoy a la mesa? —preguntó en tono bondadoso a las plantas de hierbabuena sembradas en cubetas.

Las había de diversas alturas, unas más frondosas que otras. Cerca de ellas había una pala mediana con la que Chichuán debía hacer pequeñas fosas en el patio para sembrar los árboles frutales que su abuela Erminda procuraba.

—Tendrá brazos fuertes —se decía la abuela para justificar su petición cuando veía los esfuerzos de Chichuán, quien apenas podía con la pala.

La maga, cuyos trucos no causaban asombro en nadie, corría atrás de Chichuán, que ya había logrado mantenerse en línea recta entre el camino inestable y empedrado, atravesando la cortina de ladridos que el coro de perros le lanzaba.

—¡Eso, eso, sigue, manténla firme!

Chichuán prodigaba la concentración de quien aprende algo nuevo, hasta que no supo librar la enorme raíz de un flamboyán que le hizo caer a tierra.

—¡AAAAAYYYYY! ¡Aaaaayyy! ¡mi pieee! —gritaba con desesperación y con media bicicleta encima.

Mientras tanto, tras haber visitado a las gallinas y pedirles permiso para llevarse cinco blanquillos, doña Erminda preparaba, en un comal de leña, tortillas hechas a mano. Pronto llegarían sus amores. Era el día de los Reyes Magos, Chichuán se había portado bien, merecía la ansiada bicicleta y sus siempre predilectos taquitos de huevo con hierbabuena.

—Abue, mi pie… —dijo Chichuán con palabras mojadas—. ¡Sálvame abue, sálvame!

La maga del pueblo puso cara de preocupación en un gesto solamente creíble para Chichuán. La corte de perros le movía la cola y le lamía los brazos, la cara, la rodilla, husmeando su cuerpo por los espacios que les dejaba libre la bicicleta.

—Ya veo —dijo la abuela—. Esto es muy grave. Muy grave. Tienes que cerrar los ojos para que la magia sea efectiva.

El pie descalzo de Chichuán estaba atorado en la cadena de la bicicleta.

—Tienes que ser muy valiente, esto va a doler mucho, mucho, pero este truco sí que nunca me falla. A la de tres. Una… dos…tres…

Con un movimiento ágil, la maga alzó la bicicleta con una mano y con la otra liberó como un pez de las redes el pie de Chichuán que inexplicablemente había quedado mordido por la cadena.

—Ya no quiero montar más bici hoy —pidió con ojos de clemencia.

—Pero al rato volvemos a intentarlo —sugirió la maga señalando con la mirada la bicicleta de medio uso que ella misma había pintado de verde limón, como pidió Chichuán.

—¡A desayunaaaaar! —gritó doña Erminda, sacando el cuerpo al portal de su casa—. ¡Huevos con hierbabuena y tortillas recién hechas!

Los perros salieron disparados y fueron los primeros en llegar a la casa. Uno a uno los saludó doña Erminda por sus nombres, sin dejarlos entrar. Maga y aprendiz se miraron decantando antojo, levantaron la bicicleta y rodándola se fueron bajo el túnel de flamboyanes. Sus espaldas se alejaron adornando el paisaje rural.

—¿A ti te enseñaron a montar bici o por arte de magia?

La maga del pueblo sonrió.

—Ese es el truco que mejor sale.

Publicado en el Diario de Yucatán.