Paisajes sonoros



Por Addy Góngora Basterra.

El año pasado anduve coqueteando con suscribirme a Storytel, start-up sueca de audiolibros, algo así como el Netflix de la literatura. Bajé la app, busqué algunos títulos, vi de qué iba la cosa, escuché algunos tracks de prueba… y hasta ahí. Me ha tomado tiempo unirme a la tendencia de lectura en voz alta. Si lo he logrado es por mediación de los podcasts, que me han ido educando la atención auditiva mientras realizo otras actividades, principalmente correr.

Oyéndolos pensé la importancia de darnos tiempo para dejar que las palabras hagan algo en nosotros. Así como podemos darnos la experiencia de ir a un museo —¿cuándo fue la última vez que, en tu vida cotidiana, no en un viaje, te hiciste un espacio para visitar algún museo, ver lo que exhibe y enriquecerte con algo nuevo que luego recuerdes, lo has hecho alguna vez?— así también podemos considerar darnos la experiencia de escuchar con todos los sentidos, para luego saborearlo. Me parece que vamos olvidando cómo se hace, demasiados estímulos nos jalonean la atención, principalmente las constantes alertas del teléfono o vibraciones en la muñeca si tenemos SmartWatch con notificaciones activadas.

He tomado como reto la experiencia de “oír sin ver” y retener. He sido proclive a textos, a la palabra escrita, a los libros como objeto, me gusta subrayar, releer, marcar, sostener páginas encuadernadas que también puede ser un Kindle, no tengo pleito con los libros digitales y el famoso dispositivo de Amazon me resulta práctico y amable.

Desde marzo, mis hábitos cambiaron su estructura y las semanas me han puesto espacios y tiempos idóneos. Ahora que barro, trapeo, sacudo, vuelvo a barrer (¡la misteriosa reproducción del polvo!), un pelito por aquí, otro por allá (¿pero cómo puede ser si acabo de pasar la escoba?), que cocino, lavo, seco acomodo trastes; ahora que pongo la lavadora, cuelgo ropa, sábanas y manteles, limpio la puerta principal, los canales de los canceles, lavo el baño, sarricida aquí, sarricida acullá, riego las plantas, podo sus hojas; ahora que me corto las uñas, las limo, me depilo las cejas, ordeno los topers, los libros, la ropa, mi archivo personal, los cajones del escritorio, del buró, la despensa… ahora que aplico principios básicos de electricidad, que le medio hago a la plomería y estoy en casa como ama de tal y ama de mí, a media cantada con Spotify pensé… ¿y por qué no escuchar Storytel? Así que, tras concluir mi baile con la escoba (seriamente me pregunto si en Alemania los palos serán más largos… ¡qué dolor de espalda!) con repertorio esquizofrénico que va de Intocable a Maria Bethânia, Los Ángeles Azules, Ella Fitzgerald, Pepe Arévalo y sus mulatos (“Oye Salomé… ¡perdónala!”), ya bañadita y todavía sudando, con pinza de cejas en mano, me dispuse a experimentar mi primer audiolibro.

Bajé de nuevo Storytel, me registré y tomé la prueba gratuita por unos días. El libro elegido fue “Alegría” del español Manuel Vilas. Poco conozco al autor, no lo había leído y del libro tampoco sabía mucho, sólo que fue finalista del Premio Planeta 2019. Durante casi una semana intercalé momentos y quehaceres con la voz del narrador. Al principio fue una experiencia extraña, tuve la sensación de estar en algo en movimiento sin tener de dónde agarrarme ante el zarandeo y consecuente desequilibrio. Sentí la necesidad de controlar las palabras, la oralidad es una corriente que no cesa, a menos de que pongas el dedito encima de la pausa… pero si el dedito está al otro lado del cuarto tendiendo la cama, doblando ropa o con la fibra de platos enjabonada, pues no es posible. Así que entendiendo la virtud de lo que un audiolibro ofrece, me di a la tarea de escuchar y seguir el hilo sin el impulso cada treinta segundos de irme al stop.

La sorpresa del contenido es cómo el autor narra y entreteje su historia familiar con crónicas de viaje y proyecciones. Lo disfruté, mucho, porque me dio perspectivas y pensé en mi familia, en lo que sentirá mi padre por sus padres ya fuera de este mundo y tan dentro de él día con día, “la condición de huérfano es brutal”, dice Vilas Matas en una entrevista con El País al respecto del libro, “tú tienes una identidad como hijo. Eres el hijo de tu padre y de tu madre. Son quienes te dieron los apaños para organizarte la vida”. Pensé en lo que deben sentir las madres que llevan muchos días sin ver a sus hijos y en su inmensa alegría cuando suene el timbre y vean que ahí están queriendo verla… yendo sólo a eso, a verla. Pensé en la memoria familiar, que es fundamental saber nuestra historia más allá de recuerdos que suelen compartirse en navidades y velorios.

Pero lo que más me gustó fue identificar lo poderoso que resulta un autor sin máscaras. Cuando la identidad es legítima en lo que se narra, sacude vidas y repercute en la esfera de lo real, no se queda solamente atrapada en páginas. Hay historias que convocan a la acción, historias que convocan a la alegría. Vilas lo logra al hablar de su familia. En ciudades de España que visitó para presentar su libro, se acercaron a él personas que conocieron a su padre de joven, a cierto tío, con su novela despertó del letargo a ciertos primos, ex parejas, pasado dormido dado por perdido.

Aunque no retuve ninguna cita textual, sí tengo en la mente la voz del narrador con ciertas frases. Lo comparo a la experiencia de ver por la ventana del tren un paisaje escurridizo que después encuentras dentro de ti con toda su belleza. Sucede algo similar con el audiolibro. Las palabras se nos acomodan en alguna parte, en el íntimo e intransferible paisaje sonoro construido con el oído, ese apabullado, saturado, noble sentido que necesita tregua y caricias entre tanta alarma y demanda. Dicen que, al morir, nos aferramos a seguir oyendo la vida… que dejamos de oler, de respirar, de ver, de saborear, pero que aún con todo tardamos en dejar de oír. Ha de ser porque tenemos en el alma la resonancia de un paisaje que perdura, hecho de voces y buenas palabras, y que hasta el último momento necesitamos del lenguaje con toda su hermosura.

Publicado en el Diario de Yucatán.