I
En Hueyapan de Ocampo, hace muchos años, hubo un cañaveral del que obtuvo lo mejor Gabriel Caldelas, mi bisabuelo, quien dedicó su vida y trabajo al azúcar.
—Don Gabrielito —le dijo cierto día un cañero, habiéndose quitado el sombrero y parado en el umbral de la bodega adaptada como oficina, en el cañaveral.
—Buen día Arnaldo. Dígame qué puedo hacer por usted —respondió desde su lugar de trabajo don Gabriel.
—Pues verá usted, vengo a pedirle permiso para ausentarme unos días. Quiero llevar a mi señora a Acayucan, ya sabe, a las fiestas de la virgen.
—Caray Arnaldo, pues qué bien. ¿Cuándo quiere irse?
—Pues el fin de semana si se puede, patrón.
—No solamente le doy el permiso —respondió don Gabriel—. Le daré algo más.
Desdoblando un pañuelo de pana rojo que tenía a su costado, sacó un par de monedas de oro que puso sobre la palma de Arnaldo, que se abrió instintivamente cuando don Gabriel se acercó.
—Que sea un feliz viaje. Rezas por mí en la parroquia de San Martín Obispo.
—¡Que Dios lo bendiga don Gabriel, a usted y a toda su descendencia! —se fue diciendo Arnaldo, poniéndose el sombrero y apurando el paso.
Pasaron pocos días y el cañero volvió. Tras la jornada de trabajo, llegó al umbral de la oficina, sudoroso y, nuevamente, quitándose el sombrero.
—¡Arnaldo! Hombre, ¿pero cómo le fue? —preguntó al verlo el personaje que sólo conocí por sus leyendas. ¿Qué le pareció Acayucan, la parroquia, las fiestas a la virgen?
Y Arnaldo, aquel hombre que nunca había salido de Hueyapan de Ocampo, atinó a contestar:
—Ay don Gabrielito… ¡lo que ve el que vive!
II
En algún lugar de Tailandia —por cierto, uno de los mayores exportadores de azúcar a nivel mundial—, atravieso caminos que evocan Yucatán. La vida rural se parece, los árboles son los mismos. Plátano, tamarindo, mango, papaya, flor de mayo, flamboyán, lluvia de oro, palmeras de coco, tan lejos de mi tierra y la tierra tan cerca de mí con sus prodigios de sombra y semilla. Así transcurre la travesía hasta llegar al alojamiento de esa noche, frente al río Kwai. ¿Se puede ser indiferente al sonido del agua cuando se duerme cerca, sea mar, lago, río, cascada? El agua siempre está pasando. Nosotros y el tiempo, aunque parezcamos quietos, también. Así vi pasar troncos de bambú flotando sobre el agua; canoas de cola larga. El sol alto, coronando el río, fabrica brillos color espejo, destellos que están y no están, que se desbaratan sin llegar a ser reflejo. Las cañas de bambú son tan frondosas y altas, pero tan altas, que el peso las dobla sin quebrarse, jugando al sismógrafo en la seda del agua. Es hipnótica la corriente, inasible en su belleza, por eso la retengo en este párrafo, como si le hiciera un dique con la memoria, para volver a ese instante esbelto entre cañas, música de agua y bambú, privilegio recobrado de uterino sonido, dulce e inofensivo.III
Entre otras cosas, viajar nos sirve para ver en otros sitios lo que pensamos único, para expandir lo que creemos que sabemos. Nadie es dueño de la tierra ni de sus especies. Es al revés, nosotros somos de la fauna, a ella nos debemos, a sus frutos de sol y tierra y agua, a sus raíces milenarias. Sobre la calle Juan María Gutiérrez, casi esquina con Lafinur, en Buenos Aires, hay un patio que forma parte del restaurante del Museo Evita. Ahí me encontré frente a frente con una ceibita, aún con espinas en su tronco; días después vi una ceiba adulta en la carretera a Luján.—Palo borracho —pronunció mi amiga argentina, sintiendo tan suyo el árbol como yo a mi…
—Ceiba —agregué.
—Palo borracho —repitió.
¿De dónde me inventé que la ceiba, con sus frutos y su alarde de ramas, era única y exclusivamente de Yucatán y que no había otro lugar en el mundo donde pudiera darse, crecer y vivir felizmente? ¿por qué quise pensar eso? Los árboles también tienen familias y, por lo tanto, sus variantes en la especie. Viajar sirve para darse cuenta de que hay más verdad y más mundo de lo que nos cuenta una leyenda. Que hay otras palabras en otros lugares que nombran aquello que consideramos único. Propio. Excepcional. Porque el mundo es mucho más que nuestro capricho de exclusividad.
IV
Muy probablemente mi abuela Carmelina, hija de don Gabriel, en pocos días me diga por teléfono, desde Veracruz, que así no fue lo del ingenio azucarero. Dignificará lo poco que conozco de mi ignoto y fascinante bisabuelo, muy probablemente relatará historia y hazañas ocurridas cerca del río Hueyapan y posteriormente en Jalisco, en el ingenio de Tala. Porque ella —que en julio de 1953 tuvo en Acayucan uno de sus diez partos—, sí que ha visto y sí que ha vivido en el cotidiano viaje de existir. Como han visto y han vivido tantas y tantas abuelas que crecen como ceibas por el mundo, con nombres distintos y tan similares en sus formas de pararse en la tierra para dar nido y dar raíces.Es buen tiempo para levantar el teléfono, escuchar una voz, esa voz y preguntar amorosa y auténticamente por troncos del árbol genealógico. Porque la memoria familiar es como esas varas de bambú en el río Kwai, dobladas por su carga, marcando a las generaciones que pasan. Me gusta pensar que lo mejor que puede pasarnos en estos días, es que tías y abuelos, hermanas y padres, primos y madres, abuelas y nietos —en sinfonía natural como el cañaveral cuando sopla el viento— se hablen y escuchen sus historias, expandiendo la belleza familiar en el horizonte de los recuerdos.
Publicado en el Diario de Yucatán.