El mejor de los quiroprácticos

Me llevó meses volver a engancharme con una novela tras acabar esta de Amor Towles. A cinco meses de su lectura y estando #EnCasa, pienso en el conde escuchando música en su pequeña habitación, lleno del mundo que habita su mente. Este es mi personal homenaje al libro como objeto y a esos maravillosos lugares que llamamos libreros.

Por Addy Góngora Basterra.

I


«Esta historia es lo mejor de las personas», me dijo una amiga al darme un libro obeso para el standard. «Es lo que necesito», respondí, pues por esos días terminé las ocho temporadas de «Juego de Tronos». Aún me sentía aturdida como fascinada por los requiebros y personajes de la ficción que a tantos espectadores ha cautivado.

Es por eso que la segunda novela de Amor Towles (Boston, 1964) me cayó como antídoto para paliar sangre, violencia, fuego, traiciones y acero. Durante los días que me llevó leer «Un caballero en Moscú» (Salamandra, 2018), tuve la voyeur delicia de seguir los pensamientos, intimidad e integridad del Conde Rostov durante su obligada estancia en el Hotel Metropol de Moscú, al que un comité revolucionario lo recluyó en 1922 a modo de vitalicio arresto domiciliario.

Este libro, que leí en noviembre del año pasado, atrajo particularmente mi curiosidad por una línea de la contraportada: «así, a lo largo de más de tres décadas, el Conde verá pasar la vida confinado tras los inmesos ventanales del Metropol». Empecé a leer esa misma noche y pensé en lo dichosas que son algunas personas al saber darle la vuelta a infortunios, como lo hace magistralmente el protagonista. El Conde, tras una vida culta y distinguida, debe habituarse a un cuarto de hotel para luego trasladarse inesperadamente a una buhardilla de nueve metros cuadrados, despojado de varias de sus pertenencias más queridas… ¡para el resto de sus días! Así es como los lectores nos adentramos a su exquisita calidad humana y atestiguamos de qué manera libros, música, amigos verdaderos y su capacidad de adaptación hacen que su modesta habitación sea el mejor de los universos. De más está decir que con el #QuédateEnCasa he recordado en varios momentos la novela. El Conde estuvo ahí más de treinta años… ¡treinta años! viendo huéspedes y décadas pasar, acompañado —eso sí— por Chopin, Chaikovsky, Rachmaninov y, por supuesto, célebres novelas rusas.

II


El año pasado la puerta principal de mi departamento estaba de pena, le urgía mantenimiento: el sol de Yucatán le da de lleno. Así que vinieron los expertos a darle al bloque rectangular de cedro dignidad y porvenir.

Aprovechando la visita, le pedí al carpintero que le diera una manita de gato al librero, parte de la memoria e inventario nostálgico de mi familia. En él, tres hermanas aprendimos a leer y escribir, sumar y restar —sobretodo a sumar—, de amor y desamor.

Si los muebles tuvieran memoria, este sería uno de los que dan fe de cómo las niñas crecen y de todo lo que les pasa en el inter. Con tres cajones —uno para cada quien— esta belleza fue durante décadas nuestro escritorio de tareas y juguetero, por eso, en honor a los seres que ahí habitaron, conservo una vaquita de mi hermana menor que tras dar dos pasos decía muuuu y movía la cola. Basta mirarla para escuchar el muuuu que conjura el cuarto de infancia de tres hermanas, dos grandes espejos y una alfombra verde.

A los pocos días, cuando el carpintero regresó y vio el librero habitado por ejemplares de temas y tamaños diversos, le dio a títulos y autores un paseíto con los ojos.

—So-fo-cles —leyó en voz alta, partiendo en sílabas el nombre.

Volteó a verme, preguntando:

—¿Todos estos libros son porque necesita alimentarse?

—Sí —respondí con gran, pero gran sonrisa, reconociendo en su poética verdad el banquete que siempre encuentro en el buffet de papel empotrado a la pared.

III


En un video del Instituto Cervantes —como parte de la campaña «La libertad es una librería» con motivo del Día Internacional del Libro—, Joaquín Sabina mencionó que él, que es miedoso, no siente temor del confinamiento porque tiene muchos libros: «Los libros acaban con la soledad, hace muchísimos años que yo no estoy solo, desde que aprendí a leer».

Qué regocijo tener libros que, además de acompañarnos, nos alineen alma y esqueleto como el mejor de los quiroprácticos. Quien reconoce un buen poema o una buena historia, sabe a qué me refiero; cuando al dar la vuelta a la página sabes que, aunque la vida sigue aparentemente igual, tú nunca más lo serás. Porque algo distinto existe. Invisible e intangible hay cierto consuelo, cierta riqueza. Y uno entiende que si una historia cuenta y reúne lo peor del ser humano —la vida puede ser cruel—, habrá también una historia que cuente y reúna lo más sublime —la vida puede ser buena—, antídoto y veneno donde la creatividad equilibra y dignifica esta especie nuestra, ávida por consumir contenidos que, además de sumergirnos en otras vidas desde el sofá, nos generen remanso de paz.

Publicado en el Diario de Yucatán.