En Venecia a veces me siento como si hubiera vuelto a la infancia... Quizás debido a que he venido desde Estambul.
Porque en ésta mi tercera visita me he encontrado con muchas cosas y sentimientos que creía haber dejado atrás en el Estambul de mi infancia.
Por ejemplo, esa gaviota que, pacientemente, lleva horas sin moverse sobre la chimenea del tejado de enfrente mientras escribo mi artículo sentado a la mesa... También en mi infancia las gaviotas de Estambul me parecían criaturas eternamente inmóviles que esperaban algo impreciso, como las tortugas. Quizás porque cuando era niño mi reloj avanzaba con más morosidad y no soportaba la lentitud del mundo. Luego, al crecer, me di cuenta de que las gaviotas de Estambul se movían más y se volvían más impacientes y descaradas.
O el deseo de pintar que se agitaba dentro de mí... De los siete a los veintidós años estuve pintando y luego lo dejé; durante treinta y cinco años no toqué pinceles ni pinturas... Otra de las razones para que se despierte mi apetito por pintar es, por supuesto, que Venecia es la ciudad del mundo más pintada después de París. (En una de sus cartas Claude Monet se queja de no haber venido a esta ciudad en su juventud sino mucho más tarde.) Hace mucho que cada calle, cada puente, se grabaron como imágenes en nuestras mentes y al encontrarnos con esas imágenes conocidas se nos viene a la cabeza el cuadro correspondiente. Al ver por las calles a los ancianos del norte de Europa o norteamericanos (¿acaso debería decir occidentales?) con sus pantalones cortos que pacientemente vuelven a verter esos paisajes tan familiares en sus lienzos, o papeles si se trata de acuarelas, me entusiasmo como cuando en mi niñez me los encontraba en Estambul (aunque veía a escasos pintores por las calles de mi ciudad), me acerco por detrás sin hacerme notar a esos pintores aficionados absortos en su trabajo, observo lo que están haciendo y, como hacía de niño, intento comprender cuánto se parece el puente de la pintura al puente de la vida real.
Por supuesto, el verdadero placer infantil es ver desde un ángulo completamente distinto los edificios de la ciudad, sus plazas, sus grandes construcciones religiosas, sus torres, mientras se circula a toda velocidad por ella en un barquito. Otro aspecto divertido de esta costumbre, que en Estambul he perdido a causa de los puentes del Bósforo y de las dos amplias carreteras que envuelven sus orillas como un cordel que lo estrangulara, es poder curiosear desde fuera a los habitantes de las mansiones o palazzi sumidos en sus vidas cotidianas, desayunando, viendo la televisión o sentados sin hacer nada.
Aspecto de Estambul. Obra del pintor Fausto Zonaro. |
Es evidente que lo que une con un poderoso sentimiento a Venecia con el Estambul de mi infancia es el efecto que tienen sobre nosotros las huellas del gran imperio que quedó atrás. Cuando era niño, todos los viejos caserones de madera herencia de los otomanos, las mansiones desconchadas del Bósforo y los monumentos a medio desplomarse nos proporcionaban una cierta amargura, un sentimiento local de melancolía que nos unía porque la ciudad era extremadamente pobre. En Venecia veo que los cuidados palazzi, que nos evocan las grandes cantidades de dinero gastadas en su restauración, la riqueza de la ciudad y las multitudes de turistas que vienen con la intención de divertirse y ser felices no dan la menor oportunidad a la melancolía.
La grandeza de Venecia no es triste, sino algo alegre y que alegra. A uno le gustaría ver, contemplar sin cesar esta asombrosa belleza y, en lugar de comprenderla como un hecho histórico, vivirla, revivirla. Aquí mi primer impulso no es comprender, aprender, ni siquiera descifrar y reflexionar, sino mirar, ver, contemplar...
Quien mejor expresó este sentimiento con respecto a Venecia fue Théophile Gautier, el novelista, poeta, crítico y autor de libros de viajes francés, que escribió uno de los volúmenes más brillantes que se han compuesto sobre Estambul (Constantinople, 1853). Gautier, que mientras estaba en Venecia escribió que se pasaba "catorce horas al día sólo contemplando la ciudad", una vez cumplidos los veinte años dejó de lado su gran sueño de infancia y juventud de convertirse en pintor, como me ocurrió a mí, y comenzó a escribir poesía y novela. Antes de quejarnos del turismo de masas, como tantos hacen en Venecia, antes de afirmar con toda razón que la población local se va reduciendo y que esto se ha convertido en un paisaje artificial, en un sueño antiguo, es conveniente precisar que realmente se trata de un lugar que, como hacía Gautier, merece ser contemplado catorce horas al día.
La filosofía analítica de la Edad Moderna, al relacionar el pensamiento con la palabra, despreció la vista como algo sentimental e infantil. En Venecia lo que me despierta la impresión de haber vuelto a la infancia no es sólo el parecido que establezco con el Estambul de mi niñez; vivir de nuevo de manera absoluta los placeres de mirar, de ver, de contemplar, es algo que también me recuerda mi infancia.
De niño a veces me aburrían tanto algunas clases en la escuela primaria y secundaria que no me bastaba con mirar por la ventana a las nubes de fuera, así que fantaseaba con que la clase se inundaba y pasaban barcos y botes por entre los bancos de los estudiantes y la tarima del profesor. La emoción que, con una especie de embriaguez, nos recorre a Gautier y a quienes son como yo al pasear por las calles de Venecia durante horas mirando los edificios, los puentes y los muros agrietados, debe de ser el resultado de encontrarnos con una fantasía de la infancia ya lejana lejos del aburrimiento de la vida moderna.
Publicado el 26 de julio de 2009 en El País.
Traducción de Rafael Carpintero.
Traducción de Rafael Carpintero.