Ernest Hemingway en Finca Vigía, Cuba. 1946 |
Fragmento del libro Adiós, Hemingway.
—El dueño de las historias aquí eres tú, no yo.
Él lo miró y otra vez se asombró de la oscuridad impoluta del pelo de Calixto.
—Ese es el problema: tengo que contar historias, pero ya no puedo. Siempre tuve una bolsa llena de buenas historias y ahora ando con un saco vacío. Reescribo cosas viejas porque no se me ocurre nada. Estoy jodido, horriblemente jodido. Yo creía que la vejez era otra cosa. ¿Tú te sientes viejo?
—A veces sí, muy viejo —confesó Calixto—. Pero lo que hago entonces es que me pongo a oír música mexicana y me acuerdo que siempre pensé que cuando fuera viejo volvería a Veracruz y viviría allí. Eso me ayuda.
—¿Por qué Veracruz?
—Fue el primer lugar fuera de Cuba que visité. Acá yo oía música mexicana, allá los mexicanos oyen música cubana, y las mujeres son hermosas y se come bien. Pero ya sé que no voy a volver a Veracruz, y me moriré aquí, de viejo, sin tomar un trago más.
—Nunca me habías hablado de Veracruz.
—Nunca habíamos hablado de la vejez.
—Sí, es verdad —admitió él—. Pero siempre hay tiempo para volver a Veracruz… Bueno, mejor me voy a dormir.
—¿Estás durmiendo bien?
—Una mierda. Pero mañana quiero escribir. Aunque no se me ocurra nada, tengo que escribir. Me voy. Escribir es mi Veracruz.
Tusquets, 2006, pág. 119.