Ilustración de Addy Góngora Basterra. |
Ernesto Sabato. Escritor argentino.
Tomado del libro “Antes del fin”.A medida que nos acercamos a la muerte, también nos inclinamos hacia la tierra. Pero no a la tierra en general sino a aquel pedazo, a aquel ínfimo pero tan querido, tan añorado pedazo de tierra en que transcurrió nuestra infancia. Y porque allí dio comienzo el duro aprendizaje, permanece amparado en la memoria. Melancólicamente rememoro ese universo remoto y lejano, ahora condensado en un rostro, en una humilde plaza, en una calle.
Siempre he añorado los ritos de mi niñez con sus Reyes Magos que ya no existen más. Ahora, hasta en los países tropicales, los reemplazan con esos pobres diablos disfrazados de Santa Claus, con pieles polares, sus barbas largas y blancas, como la nieve de donde simulan que vienen. No, estoy hablando de los Reyes Magos que en mi infancia, en mi pueblo de campo venían misteriosamente cuando ya todos los chiquitos estábamos dormidos, para dejarnos en nuestros zapatos algo muy deseado; también en las familias pobres, en que apenas dejaban un juguete de lata, o unos pocos caramelos, o alguna tijerita de juguete para que una nena pudiera imitar a su madre costurera, cortando vestiditos para una muñeca de trapo.
Hoy a esos Reyes Magos les pediría sólo una cosa: que me volvieran a ese tiempo en que creía en ellos, a esa remota infancia, hace mil años, cuando me dormía anhelando su llegada en los milagrosos camellos, capaces de atravesar muros y hasta de pasar por las hendiduras de las puertas ―porque así nos explicaba mamá que podían hacerlo―, silenciosos y llenos de amor. Esos seres que ansiábamos ver, tardándonos en dormir, hasta que el invencible sueño de todos los chiquitos podía más que nuestra ansiedad. Sí, querría que me devolvieran aquella espera, aquel candor. Sé que es mucho pedir, un imposible sueño, la irrecuperable magia de mi niñez con sus navidades y cumpleaños infantiles, el rumor de las chicharras en las siestas de verano. Al caer la tarde, mamá me enviaba a la casa de Misia Escolástica, la Señorita Mayor; momentos del rito de las golosinas y las galletitas Lola, a cambio del recado de siempre: «Manda decir mamá que cómo está y muchos recuerdos». Cosas así, no grandes, sino pequeñas y modestísimas cosas.
Sí, querría que me devolvieran a esa época cuando los cuentos comenzaban «Había una vez...» y, con la fe absoluta de los niños, uno era inmediatamente elevado a una misteriosa realidad. O aquel conmovedor ritual, cuando llegaba la visita de los grandes circos que ocupaban la Plaza España y con silencio contemplábamos los actos de magia, y el número del domador que se encerraba con su león en una jaula ubicada a lo largo del picadero. Y el clown, Scarpini y Bertoldito, que gustaba de los papeles trágicos, hasta que una noche, cuando interpretaba Espectros, se envenenó en escena mientras el público inocentemente aplaudía. Al levantar el telón lo encontraron muerto, y su mujer, Angelita Alarcón, gran acróbata, lloraba abrazando desconsoladamente su cuerpo.
Lo rememoro siempre que contemplo los payasos que pintó Rouault: esos pobres bufones que, al terminar su parte, en la soledad del carromato se quitan las lentejuelas y regresan a la opacidad de lo cotidiano, donde los ancianos sabemos que la vida es imperfecta, que las historias infantiles con Buenos y Malvados, Justicia e Injusticia, Verdad y Mentira, son finalmente nada más que eso: inocentes sueños. La dura realidad es una desoladora confusión de hermosos ideales y torpes realizaciones, pero siempre habrá algunos empecinados, héroes, santos y artistas, que en sus vidas y en sus obras alcanzan pedazos del Absoluto, que nos ayudan a soportar las repugnantes relatividades.