Mi Buenos Aires querido




Por Addy Góngora Basterra.

Hace diez años estaba a pocas horas de llegar a vivir a Buenos Aires.

¿Cómo podía imaginar lo que me deparaba la estancia en esa ciudad fascinante? Es inolvidable aquel último sábado de mayo cuando vi, entre la neblina de la mañana, la ciudad por primera vez.

Estaba ansiosa por devorarme las calles que me engulleron en sus noches y cafés, vidrieras con libros, parques con lagos y jacarandas, música que aún me acompaña, copas y copas de vino. No conocía a nadie cuando llegué; no me esperaba ningún familiar ni amigos. La ciudad era un acertijo, virgen totalmente a mi memoria, sin referencias ni recuerdos. Salir a caminar era mi juego favorito.

Una década después me miro en fotografías de esos días y me pregunto: ¿quién eras? ¿quién eres? Estoy, en varias fotografías, con el suéter verde que me compré con dinero que me regaló, poco antes de dejar México, una amiga de mi madre. Eran 20 dólares; el suéter costó el equivalente a 17. Le he sacado todo el jugo y sigue manteniendo su verdor. Aún viaja conmigo a donde voy. Buenos Aires, buenos hilos, como buenos fueron también los que me tejió el destino para acercarme a personas entrañables. Llegué sin conocer a nadie, repito, pero con cuánto amor de tanta gente que ahí conocí volví -cuatro años después- a mi país.

De todas las personas que quise en Argentina, sólo he vuelto a reencontrarme con una: Marily. Casi cinco años después a habernos despedido nos encontramos, en octubre pasado, en el DF. Es increíble lo que se puede sentir cuando se vuelve a estar con alguien a quien se ha dejado de ver por meses o años: al encontrarme con ella, fue como si un lustro no hubiera pasado. Como si de pronto algo se hubiera pausado. Sólo porque la extraño, porque el calendario marca los días que transcurren, porque hemos cumplido años y sus nietas han crecido, sé que el tiempo ha pasado. La magia de la amistad dilata el tiempo de vivir.

Tengo un sueño recurrente: que regreso a Buenos Aires y no veo a mis amigos. No sé cuántas veces, en todo este tiempo, he despertado con la sensación de habérmelos perdido… y con el alivio de saber que no fue cierto, que no me los perdí, que he estado en Mérida, que cuando vaya, ahí estarán todos: Caty, Carol, Ariel, Lucca, Liliana, Marily, Luis Ángel, Ileana, Noé, Fernando, tal vez Mariela. Sé también que Celina y Rafael no estarán, tampoco Nesrin ni Alondra, Martha y Carlos Jaime, Sonia y Tomás. Me gusta pensar que Fê posiblemente irá.

Fê vive en São Paulo. La conocí en una cena a la que nos invitó un chico alemán que ella conoció en la Universidad y yo en la Biblioteca Nacional, ahí donde a Borges “Dios, con magnífica ironía, le concedió a la vez los libros y la noche”. El amiguito alemán se llamaba Bernhard. Lo nombro en pasado porque le perdí la pista. Era estudiante de Teología. Y pues sí, fue un intermediario divino porque gracias a él conocí a Fê. Siempre se lo agradeceré. Donde quiera que estés: Dankeshen. A los pocos minutos de conocerme, Bernhard me dijo que el fin de semana organizaría una cena con amigos y que si no tenía compromiso, estaba invitada. No le dije que sí, pero le di mi email y poco después me envío la invitación formal preguntándome cuál era mi comida favorita. No me acuerdo qué le respondí. Me gustan mucho tantas delicias. Lo que sí recuerdo es que durante días estuve pensando si ir o no ir, por más cordial que hubiera sido, no dejaba de ser un desconocido.

Finalmente llegó el viernes. Fui. Justo cuando estaba en el elevador, a pocos segundos de llegar a su puerta, sentí miedo. “¿Qué tal si es una trampa?, pensé ¿Qué clase de amigos tendrá? ¡A nadie le avisé a dónde iba, ni el nombre del susodicho, ni la dirección ni nada! “¿Cómo me van a encontrar?”, pensaba. Se me ocurrieron todas las calamidades que seguramente piensan los padres cuando los hijos salen.

Llegué a la puerta tratando de lucir una sonrisa despreocupada. Cuando Bernhard abrió, vi cómo una chica que estaba al fondo de la estancia alzó la cabeza buscando la mirada de quien estaba a punto de cruzar el umbral. Fernanda. Cuando la vi, cuando nos vimos, nos sentimos a salvo, porque en la mirada de Fê habita bondad y dulzura; quizá por eso es tan buena fotógrafa. Ambas habíamos pensado lo mismo justo antes de llegar. Me acerqué a ella y, por más que intento no logro recordar a nadie más. Sólo registro que de los presentes no había nacionalidad duplicada. Esa noche empezó nuestra amistad que hasta la fecha nos acompaña a pesar de no habernos vuelto a ver desde semana santa del dos mil nueve.

Cada amistad en Buenos Aires es una historia. Como cada historia es, también, cada lugar en el que viví. Las contaré. Me las narraré para salvarlas, para recuperar lo que los años van dejando atrás. Y de todas ellas, de todas las casas, la historia más increíble es la de la calle Olleros, cercana a la avenida Federico Lacroze y Cabildo.

La casa a la que llegué a vivir el sábado 28 de mayo del 2005. Diez años atrás.