Huevos con chaya servidos en Flores Café.
(Calle 16 entre av. Colón y calle 23.
Col García Ginerés, Mérida)
Por Addy Góngora Basterra.
La comida en mi familia es un ritual. Por esa misma razón, la cocina es mucho más que un laboratorio de delicias: es punto de reunión. Ahí nos encontramos y conversamos, nos reímos a carcajadas, nos contamos lo acontecido en la semana. Usamos mucho más la mesa de ahí que la del comedor. Han habido ocasiones en las que hay hasta doble fila de asientos. ¿Por qué elegimos quedarnos apretados en vez de ir al comedor, que está a un paso? Pues no lo sé, pero ahí nos gusta estar a todos. Si las lozas, las puertas de la alacena y el cuadro de alcatraces que Tere pintó hablaran, la de historias y anécdotas que contarían. Ese espacio ha sido testigo familiar por más de veinte años de antojos y dietas, amigos y fiestas, secretos y noticiones, olores y tentaciones.
Si bien comer me hace feliz, mucho más feliz me hace saber qué voy a comer. Cuando mis hermanas y yo estábamos en edad escolar, la primera pregunta que hacíamos al subirnos al coche era… “Mamá, ¿qué hay de comer?” Ahora, en diferentes momentos del día llamamos de nuestras oficinas para preguntarle qué cocinó… sólo por curiosidad, aún cuando no podamos ir. —¿Por qué se lo preguntamos? —me he cuestionado varias veces. Como respuesta, obtengo un recuerdo: de niñas, mi madre nos repetía constantemente un refrán cada vez que nos sentábamos a la mesa, más en son de juego que de regaño: “El que come y canta, loco se levanta”. ¿Cuántas veces habremos estado cantando con el plato enfrente, entre bocado y bocado? La respuesta se pierde en la niebla de los años, pero lo que no me es difícil intuir es que cantábamos de placer: desde pequeñas tenemos devoción por su comida.
Otra debilidad es cuando me invitan con anticipación a una fiesta y me dan un adelanto del menú. Todo el tiempo me la paso pensando “el sábado es cumpleaños de Chacatín y habrá tacos de mariscos”. La idea se me derrite en el antojo hasta el día del festejo y sueño con el camarón empanizado acostado en el taquito.
Algo similar me ocurrió la semana pasada. Quedé en reunirme con unas compañeras para hacer un trabajo en equipo. Una de ellas, Amanda, sugirió un lugar. —Vayamos a Café Flores —dijo. Venden unos chilaquiles deliciosos y es bonito el lugar—. Desde que oí “chilaquiles” en mi corazoncito brotaron trianguilitos de tortillas cronchi con salsa verde y queso en tiritas… chilaquiles… chilaquiles… me repetía una vocecita. Lo que imaginé fue superado por la realidad: exquisita comida, pero sobretodo hermoso lugar. Amanda tenía razón: me encantó Flores Café y no sólo por el buen sabor, sino por lo que hallé en la decoración: todo está rodeado de objetos poéticos, versos, arte. A pocas calles del Parque de las Américas está el pequeño oasis al que me refiero: buen café y buen gusto. Y cómo son las cosas: Diana, una chica que fue mi alumna, es quien decoró los espacios. El café es de su familia. Triple alegría: los platos, el sitio y que tras un lugar tan bello esté alguien que conozco. Lleva abierto unos meses, vale la pena conocerlo y apoyarlo: hay poesía escrita en las paredes, una máquina de escribir en un rincón, una maletita con hojas secas, objetos que podrían ser obsoletos han cobrado nueva vida, palabras escritas en el espejo del baño, croissants, café de olla, buena atención, árboles, piscina de agua quieta, un espacio poco habitual entre la avenida Colón y la calle 23 en la García Ginerés, sobre la calle 16. Quizá parte del encanto es que es una cocina familiar. Sobrina, tío, hija, hermana. Hay cosas que no tienen precio y que merecen procurarse, como lo es el calor de hogar en un pequeño restaurante.
Sabor. Saber. Dos debilidades que toman forma en palabras que me gusta vivir. Por eso disfruto tanto botanear y conversar, comer y leer, beber café y ser alumna. De diferente manera ambas palabras me nutren y —como en la cancioncita aquella de la Macarena—, le dan a mi cuerpo alegría y cosa buena… ¡ajay!