La primera vez que escuché a Cesária Évora fue en la película “Grandes esperanzas”, adaptación cinematográfica de la historia homónima de Charles Dickens que en 1998 dirigió Alfonso Cuarón y que tiene como protagonistas a Ethan Hawke, Gwyneth Paltrow y Robert de Niro. En una escena, el niño pintor acerca la boca al hilo de agua que brota de una fuente, estilo bebedero. De pronto recibe, a cambio de su sed, el beso primero de la niña rubia de sus sueños. Recuerdo la escena no solamente por su belleza, sino porque es “Bésame mucho” la canción con la que Cesária Évora forma parte del soundtrack de la película y a través de la cual la conocí.
Gracias a Consuelo Velázquez me adentré en su música, así como también a su vida a veces triste y desmedida que cotejó con mornas, la música nacional de su país, lo que en Portugal serían los fados o en Estados Unidos el blues. La morna le canta a la sodade —esa palabra hermosa y respetuosamente intraducible que es saudade— por la tierra, la naturaleza y el amor. Dicho de otra manera, la morna es el fado africano y Cesária Évora la Billie Holiday del océano atlántico.
Cabo Verde, archipiélago frente a las costas de Senegal, fue colonizado por los portugueses en el siglo XV. Es paradójico el adjetivo de su nombre, “verde”, porque lo que hoy es tierra con piedras volcánicas negras —que contrasta oníricamente con el azul del mar— era el reino de la vegetación tropical. Pero tanto mar y la falta de lluvia han sido fulminantes… por eso del verdor sólo queda el nombre y la esperanza de quienes ahí nacieron, porque ahora es algo parecido a un desierto rodeado por agua salada donde la gente padece sequía y hambre. Cesária Évora, quien murió en diciembre del 2011, acompañó esa pena en melodías y canciones; ella, que aprendió a cantar en el coro de un orfanatorio: «Mis canciones tratan de cosas perdidas y nostalgia, amor, política, inmigración y realidad. Nosotros cantamos sobre nuestra tierra, sobre el sol, sobre la lluvia que nunca llega, sobre la pobreza y problemas, y sobre cómo vive la gente en Cabo Verde».
Converge en «la diva de los pies desnudos» —así se llamó su primer álbum en 1988— la cultura negra afroamericana-cubana-brasileña, prueba de ello lo son algunos temas que eligió para sus discos, así como los músicos involucrados, tales como Chucho Valdés al piano para «Negue», interpretación que le habrá enchinado el cuero a la mismísima Maria Bethânia —quien también canta descalza— y es hermana, por cierto, de Caetano Veloso, quien acompaña a Cesária en el tema «Regresso», versión musicalizada del poema de Amílcar Cabral también conocido como «Mamãe velha». Esta es, a mi parecer, una de las interpretaciones más bellas de Cesária. Cantó también con Tania Libertad «Historia de un amor»; «Yamore», un himno al amor, con Salif Keita, cantante y compositor de pop africano. Y así podría continuar con un largo listado de intérpretes y músicos que compartieron escenario con esta mujer de voz inconfundible, quien cayó en el laberinto del grog —aguardiente típico de su tierra a base de caña de azúcar— del que logró salir.
Cantar es otra forma de la nostalgia, la alegría, el desamor, la plenitud. Por eso tenemos himnos, porras, rezos. Cesária Évora cantó alabanzas por su tierra, enalteciendo el lugar donde vivió, São Vicente di Longe; quizá por eso sus pies desnudos al cantar, porque fue la mejor manera de conectar al cuerpo con la voz, las plantas en perfecta conexión con la garganta, porque hay quienes al cantar ponen más que aire, intención y ganas, ponen pasión y plegarias, tal como en el “Bésame mucho” de Consuelo Velázquez, ícono musical de nuestra patria que cantamos con el corazón descalzo, haciendo nuestras sus palabras.