Vuelo demorado. Eso anuncian las pantallas en el aeropuerto de la ciudad de México. –Genial –pienso. Y lo digo sin ironía, porque así tendré tiempo para escribir. Dos puntos.
Hasta ahora nunca me ha disgustado pasar tiempo de más en los aeropuertos. Recuerdo un viaje que Lichi –mi hermana– y yo hicimos cuando éramos niñas. Mis papás nos regalaron unas vacaciones en Veracruz para visitar a nuestros primos y abuelos. Nos fuimos felices, solas y con un brillo en la mirada por experimentar la aventura y la sensación de independencia a corta edad.
Hace un par de semanas, Lichi y yo abordamos un avión que nos llevó a Houston, donde nos separamos para continuar cada quien su travesía. En el punto donde se bifurcaban nuestros caminos nos despedimos con un abrazo. Sentí algo en el corazón, ese algo que se siente cuando una hermana se va lejos, cuando la sangre se aparta llevándose algo suyo-mío-nuestro. Al verla ir pensé lo anterior y me dije… “No exageres, Lichi sólo se va 10 días”… pero el pensamiento no era sólo por mí, sino por todas las personas que se abrazan en aeropuertos sin saber cuándo volverán a estar cerca de quien quieren ni cuándo podrán volver a asirse, a reír juntos y compartir momentos. Hablo de lo físico, de aquello que toda la tecnología, con sus magníficos aparatos, nunca podrá sustituir.
En el vuelo Mérida-México tras el que espero conexión, junto a mí se sentó una mujer con rostro coreano (y resultó ser rusa) que me contó lo desconfiada que es con personas desconocidas. –¿Tú has hecho vínculos cuando viajas? –me preguntó. Y así empezamos una conversación que ahora me llena de curiosidad ya que si desconfía de las personas, ¿por qué entonces me hizo esa confesión? Misterio ruso. Su pregunta me hizo recordar el primer “vínculo” de avión, que fue en el viaje que hice con Lichi a Veracruz, con un niño que también viajaba solo. La azafata nos sentó a los tres juntos. Se llamaba Jesús y con una camarita amarilla Kodak, de esas que usaban rollo de cuernito (110 mm), le tomamos una foto que en algún álbum debe andar.
Recuerdo haberlo conocido tal como recuerdo a una colombiana veinteañera cuya historia fue mi compañía durante horas de vuelo: se enamoró de un hombre que le doblaba la edad, un motociclista gringo con el que se fue sin permiso de sus padres a recorrer América del Sur abrazada a su cuerpo y con la cabeza metida en el casco por el que se vio obligada a cortar, frente al espejo de una gasolinera, el largo cabello pelirrojo que se le enredaba como una pesadilla diaria. Su historia no tuvo un final feliz: huía del novio con dinero que un doctor argentino le prestó tras conocer su historia de terror –que ella durante meses pensó que era de amor– al atenderla en el hospital al que llegó por una infección terrible: “Si un día tengo un hijo le voy a poner Daniel, como el doctor que me salvó”, me dijo antes de aterrizar.
Cuando llegó el momento de separarnos, la pelirroja y yo nos abrazamos con la extraña complicidad de dos desconocidas que comparten fragmentos de vida que pocos conocidos saben. No supe su nombre ni ella el mío, ni su email ni nada, no hubo intercambio de coordenadas. Muchas veces he pensado en ella preguntándome cómo estará y si se acuerda de mí.
Ahora, en la Terminal 2 del Aeropuerto Internacional Benito Juárez, con paso veloz transitan frente a mí personas de las que tampoco sabré su nombre ni a dónde van ni de dónde vienen ni por quién corren. Miro a quienes están a mi alrededor y pienso que si fueran Jesús o la colombiana no los reconocería, porque él siempre tendrá para mí nueve años y ella el rostro que le he inventado porque lo he olvidado con los años.
Miro el reloj. En palabras y recuerdos se me ha ido el tiempo. Sigo en tránsito por el aeropuerto, anónima e incógnita, como lo somos todos en esta tierra de nadie donde cada quien, literalmente, persigue su destino.