Por Addy Góngora Basterra
Publicado en el Diario de Yucatán.
Hasta hace tres años sólo había vivido el Día de Muertos en Yucatán, pero un buen destino me llevó a la algarabía por la muerte en el cementerio de Tzintzuntzan: qué derroche de vida pude atestiguar en la conmemoración de los fieles difuntos en Michoacán.
Recuerdo cientos de velas encendidas; tantas que el cementerio era incendio controlado que iba del amarillo al anaranjado, lenguas de fuego que hacían juego con pétalos de cempasúchil, intensificando el ambiente en olores y colores. Un espectáculo que merecía ser visto de lejos y ante el cual era imposible quedar al margen: había que adentrarse. Aquella noche, vivos y muertos compartimos la misma tierra. Fui parte de la muchedumbre que —ahora lo pienso— dejó sus pisadas en la superficie bajo la que estaban personas enterradas. A tan poca distancia de mis latidos, había cientos de muertos queridos cuyas familias llenaron de flores, recuerdos y canciones, invirtiendo el ahorro de meses de trabajo en el adorno de sus tumbas.
Hubo algo que no olvido: un niño. Iba a cierta distancia de quienes supuse eran sus padres, parecía divertido; iba turisteando y ajeno a lo que lo rodeaba. Lo recuerdo porque me llamó la atención su hiperactividad: caminaba a saltos. Hasta que de pronto algo lo detuvo: un ataúd negro y pequeño. Dejó sus brincos y se quedó serio, mirando esa cajita pequeña. Tenía la boca apretada y los ojos bien abiertos, quietecito. Pensé entonces en la fugacidad del tiempo y en cómo, durante la niñez, se cree la vida como una garantía y la muerte como algo lejano.
Ese niño —estuvo unos segundos y después se fue como si nada— me recordó al personaje del cortometraje “Hasta los huesos” de René Castillo, animación mexicana hecha con plastilina: una obra de arte. En ella, en menos de diez minutos, se representa el culto a la muerte a través de íconos de la cultura popular mexicana. ¿Por qué relacioné al chiquillo del cementerio de Tzintzuntzan con el de “Hasta los huesos”? Click aquí y sabrán: Ahí está la famosa creación de José Guadalupe Posada, “La Calavera Garbancera” que conocemos como “La Catrina”, pues Diego Rivera así la renombró al pintarla con ropa en el mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”.
Posada retrató al pueblo mexicano a través de esqueletos en fiestas populares, calaveras de clase alta, calaveras con bigotes y sombreros revolucionarios. Se sabe que al morir Posada nadie reclamó su cuerpo, por lo que sus restos fueron arrojados a una fosa común en compañía de anónimas calaveras. Cómo es paradójico el destino: estuvo sitiado en su muerte por lo que dibujó en vida.
Todos estos personajes del grabador mexicano están en el cortometraje que tiene como protagonista a La Catrina, representación festiva y alegre, una muerte viva y, como podemos ver en la animación de René Castillo, seductora hasta el delirio al entonar las coplas de “La Llorona” en la voz de Eugenia León, primero a capela y luego acompañada por un trío.
—Recuerdo el impacto de ver a un trío en el tianguis, en el puesto de una señora que había muerto y la familia le regalaba su canción preferida— me escribe Marily Pugno por Whatsapp desde el sur del continente. La leo con curiosidad y alegría. Primero porque me gusta saber lo que sintió como extranjera al vivir un festejo que para muchos puede ser desconcertante; segundo, porque está al otro lado del mundo y sus mensajes me llegan en fracción de segundos. Viva la tecnología. Viva está la tradición de siglos donde la muerte luce de manera festiva y colorida.
Aquella noche en Michoacán, al ver al pueblo volcado en sus muertos y presenciar la explosión de vida para conmemorar a quienes se fueron —como también lo he visto en Yucatán— me enamoré un poco más de México y admiré este país con ingenio y hermosura… hasta en la sepultura.