Por Addy Góngora Basterra.
Riego mis plantas con dulzura.
Me inclino para verter en ellas el agua, sin violencia, dejándola caer en forma amable desde la boca de la botella que utilizo para darles de beber como me doy de beber a mí misma.
Riego de noche.
Estoy cerca de ellas: las respiro. Algunas, estando yo agachada, son más altas que yo. Se creen mucho. Lo distingo. Pavonean sus hojitas.
Les sonrío.
En intercambio al agua que les doy, cada una me devuelve en algo parecido a una caricia, el olor a salvación de tierra mojada, olor recién cortado. Ese es su agradecimiento, su pago inmediato a los cuidados: consentirme el olfato.
Estoy cerca de ellas: las respiro. Algunas, estando yo agachada, son más altas que yo. Se creen mucho. Lo distingo. Pavonean sus hojitas.
Les sonrío.
En intercambio al agua que les doy, cada una me devuelve en algo parecido a una caricia, el olor a salvación de tierra mojada, olor recién cortado. Ese es su agradecimiento, su pago inmediato a los cuidados: consentirme el olfato.
Una por una, las plantas liberan aromas durante el riego protagónico que les concedo. Del coro que son, a cada uno le procuro su momento de solista. Hasta que mi pequeño jardín de piedras se vuelve un abanico de olores, cada planta me da su mejor cara vegetal, generosa en todas sus facetas, y vengo rápido a escribirlo, a contármelo, porque el olor es un instante y quiero quedarme para siempre la efímera gratitud de mis macetas.