Novecento: El pianista en la tormenta



Alessandro Baricco  (Turín, 1958).
Fragmento del libro “Novecento”


Y, en fin, si alguien que toca la trompeta en un barco se encuentra en mitad de una tormenta a alguien que le dice “Ven”, el que toca la trompeta sólo puede hacer una cosa: ir. Y me fui tras él. Él caminaba. Yo… era un poco diferente, no tenía aquella compostura, pero en fin…, llegamos al salón de baile, y después, rebotando de una punta a otra, yo, obviamente, porque él parecía que tuviera raíles debajo de los pies, llegamos hasta cerca del piano. No había nadie por allí. Estaba casi a oscuras, sólo se veía alguna lucecita, aquí y allá. Novecento me señaló las patas del piano.
            “Quítale los topes”, dijo. El barco bailaba que era una maravilla, costaba dios y ayuda permanecer de pie, desbloquear aquellas ruedecillas no tenía sentido.
            “Si te fías de mí, quítaselos.”
            Este hombre está loco, pensé. Y se los quité.
            “Y ahora ven y siéntate aquí”, me dijo en ese momento Novecento.
            No entendía adónde quería ir a parar, de veras, no lo entendía. Estaba allí, intentando mantener quieto aquel piano que empezaba a deslizarse como una inmensa pastilla de jabón de color negro… era una situación verdaderamente asquerosa, lo juro, metidos hasta el cuello en la tormenta y, por si no bastara, aquel loco, sentado en su taburete —otro hermoso jabón— y las manos en el teclado, quietas.
            “Si no te subes ahora, ya no podrás subir”, dijo el loco sonriendo. “Vale. Lo mandaremos todo a la mierda, ¿vale? Total, qué vamos a perder con subir, de acuerdo, venga, ya me he subido a tu estúpido taburete, y ahora, ¿qué?”
            “Y, ahora, no tengas miedo.”
            Y se puso a tocar.
(Empieza una música para piano solo. Es una especie de danza, vals, tranquilo y dulce)
            Vale, vale, nadie está obligado a creerlo y yo, a decir verdad, nunca me lo creería si me lo contaran, pero la verdad de los hechos es que aquel piano empezó a deslizarse sobre la madera del salón de baile, y nosotros detrás de él, con Novecento tocando, y no levantaba la vista de las teclas, parecía en otra parte, y el piano seguía las olas, e iba y venía, y giraba sobre sí mismo, se lanzaba directamente hacia los cristales, y cuando casi tocaba se paraba y caía dulcemente hacia atrás, ya digo, parecía que el mar lo acunara, y nos acunara a nosotros, y yo no entendía un carajo, y Novecento tocaba, no paraba de tocar, y parecía claro que no tocaba simplemente, estaba conduciendo aquel piano, ¿de acuerdo?, con las teclas, con las notas, no lo sé, lo llevaba a donde quería, era absurdo, pero así era. Y mientras dábamos vueltas y revueltas entre las mesas, rozando las lámparas y las butacas, comprendí que lo que estábamos haciendo en aquel momento, lo que de verdad estábamos haciendo, era bailar con el océano, nosotros y él, locos bailarines, y perfectos, abrazados en un vals turbulento, sobre el dorado parquet de la noche.
Oh yes.