Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951).
Nunca antes me había fijado en la cantidad de parejas homosexuales que se ven paseando por Venecia. Los encuentras caminado por los puentes, a la orilla de los canales, cenando en los pequeños restaurantes del casco viejo. No suele tratarse de dúos espectaculares, sino todo lo contrario: gente discreta, tranquila, a menudo con aspecto educado.
Mirando a
los demás aprendes cantidad de cosas, y en el caso de estas parejas siempre me
encanta sorprender sus gestos comedidos de confianza o afecto, el reparto convencional
de roles que suele darse entre uno y otro, la ternura contenida que a menudo
sientes flotar entre ellos, en su inmovilidad, en sus silencios.
Pensaba en
todo eso el otro día, a bordo del vaporetto que cubre el trayecto de San Marcos
al Lido. Sobre la laguna soplaba un viento helado, los pasajeros íbamos
encogidos de frío, y en un banco de la embarcación había una pareja, hombre y
hombre, cuarentones, tranquilos.
Se sentaban
muy juntos, apoyado discretamente un hombro en el del compañero, en un intento
de darse calor. Iban quietos y callados, mirando el agua verdegris y el cielo
color ceniza. Y en un momento determinado, cuando el barco hizo un movimiento y
la luz y la gama de grises del paisaje se combinaron de pronto con
extraordinaria belleza, los vi cambiar una sonrisa rápida, fugaz, parecida a un
beso o una caricia.
Parecían
felices. Dos tipos con suerte, pensé. Aunque sea dentro de lo que cabe. Porque
viéndolos allí, en aquella tarde glacial, a bordo del vaporetto que los llevaba
a través de la laguna de esa ciudad cosmopolita, tolerante y sabia, pensé
cuántas horas amargas no estarían siendo vengadas en ese momento por aquella
sonrisa.
Largas
adolescencias dando vueltas por los parques o los cines para descubrir el sexo,
mientras otros jóvenes se enamoraban, escribían poemas o bailaban abrazados en
las fiestas del Instituto. Noches de echarse a la calle soñando con un príncipe
azul de la misma edad, para volver de madrugada, hechos una mierda, llenos de
asco y de soledad.
La
imposibilidad de decirle a un hombre que tiene los ojos bonitos, o una hermosa
voz, porque, en vez de dar las gracias o sonreír, lo más probable es que le
parta a uno la cara.
Y cuando
apetece salir, conocer, hablar, enamorarse o lo que sea, en vez de un café o un
bar, verse condenado de por vida a los locales de ambiente, las madrugadas
entre cuerpos Danone empastillados, reinonas escandalosas y drag queens de vía
estrecha. Salvo que alguno —muchos—lo tenga mal asumido y se autoconfine a la
alternativa cutre de la sauna, la sala X, la revista de contactos y la sordidez
del urinario público.
A veces
pienso en lo afortunado, o lo sólido, o lo entero, que debe de ser un
homosexual que consigue llegar a los cuarenta sin odiar desaforadamente a esta
sociedad hipócrita, obsesionada por averiguar, juzgar y condenar con quién se
mete, o no se mete, en la cama.
Envidio la
ecuanimidad, la sangre fría, de quien puede mantenerse sereno y seguir viviendo
como si tal cosa, sin rencor, a lo suyo, en vez de echarse a la calle a volarle
los huevos a la gente que por activa o por pasiva ha destrozado su vida, y
sigue destrozando la de los chicos de catorce o quince años que a diario,
todavía hoy, siguen teniéndolo igual que él lo tuvo: las mismas angustias, los
mismos chistes de maricones en la tele, el mismo desprecio alrededor, la misma
soledad y la misma amargura.
Envidio la
lucidez y la calma de quienes, a pesar de todo, se mantienen fieles a sí
mismos, sin estridencias pero también sin complejos, seres humanos por encima
de todo.
Gente que en
tiempos como éstos, cuando todo el mundo, partidos, comunidades, grupos
sociales, reivindica sus correspondientes deudas históricas, podría argumentar,
con más derecho que muchos, la deuda impagada de tantos años de adolescencia
perdidos, tantos golpes y vejaciones sufridas sin haber cometido jamás delito
alguno, tanta rechifla y tanta afrenta grosera infligida por gentuza que, no ya
en lo intelectual, sino en lo puramente humano, se encuentra a un nivel
abyecto, muy por debajo del suyo.
Pensaba en
todo eso mientras el barquito cruzaba la laguna y la pareja se mantenía
inmóvil, el uno contra el otro, hombro con hombro. Y antes de volver a lo mío y
olvidarlos, me pregunté cuantos fantasmas atormentados, cuántas infelices almas
errantes no habrían dado cualquier cosa, incluso la vida, por estar en su
lugar. Por estar allí, en Venecia, dándose calor en aquella fría tarde de sus
vidas.