Escrito por José Saramago.
Tomado del libro "El equipaje del viajero".
(...) Pero vayamos a la historia.
Ahí, en el sanatorio, me decía aquel amigo, había un enfermo, un hombre de unos cincuenta años, que tenía una gran dificultad para caminar. La enfermedad pulmonar que padecía nada tenía que ver con el sufrimiento que le crispaba toda la cara, ni con los suspiros de dolor, ni con los estremecimientos de su cuerpo. un día hasta apareció con dos bastones toscos con los que se detenía como un inválido. Pero siempre con los lamentos en la boca, con gemidos, quejándose siempre de los pies, de que aquello era un martirio, que ya no aguantaba.
Mi amigo le dio un consejo obvio: muéstrale los pies al médico, tal vez sea reumatismo. El otro sacudía la cabeza, casi quería llorar, lleno de compasión por sí mismo, como si pidiese misericordia. Entonces mi amigo, que mantenía en silencio sus propias amarguras y vivía con ellas, se impacientó y fue duro. Su actitud dio resultado. Dos días después el enfermo de los pies lo llamó y le dijo que iría a ver al médico para enseñárselos. Pero antes quería que su buen consejero los viese.
Y se los mostró. Las uñas, amarillas, se encorvaban hacia abajo, contorneaban la punta de los dedos y se prolongaban hacia adentro, como punteras o dedales en forma de cuerno. El espectáculo daba repugnancia, revolvía el estómago. Y cuando le preguntaron a este hombre adulto por qué no se cortaba las uñas, que eso era lo único que tenía, respondió: "No sabía que fuera necesario".
Ahí, en el sanatorio, me decía aquel amigo, había un enfermo, un hombre de unos cincuenta años, que tenía una gran dificultad para caminar. La enfermedad pulmonar que padecía nada tenía que ver con el sufrimiento que le crispaba toda la cara, ni con los suspiros de dolor, ni con los estremecimientos de su cuerpo. un día hasta apareció con dos bastones toscos con los que se detenía como un inválido. Pero siempre con los lamentos en la boca, con gemidos, quejándose siempre de los pies, de que aquello era un martirio, que ya no aguantaba.
Mi amigo le dio un consejo obvio: muéstrale los pies al médico, tal vez sea reumatismo. El otro sacudía la cabeza, casi quería llorar, lleno de compasión por sí mismo, como si pidiese misericordia. Entonces mi amigo, que mantenía en silencio sus propias amarguras y vivía con ellas, se impacientó y fue duro. Su actitud dio resultado. Dos días después el enfermo de los pies lo llamó y le dijo que iría a ver al médico para enseñárselos. Pero antes quería que su buen consejero los viese.
Y se los mostró. Las uñas, amarillas, se encorvaban hacia abajo, contorneaban la punta de los dedos y se prolongaban hacia adentro, como punteras o dedales en forma de cuerno. El espectáculo daba repugnancia, revolvía el estómago. Y cuando le preguntaron a este hombre adulto por qué no se cortaba las uñas, que eso era lo único que tenía, respondió: "No sabía que fuera necesario".
Le cortaron las uñas. Se las cortaron con alicates. Entre ellas y los caparazones de los animales la diferencia no era grande. A fin de cuentas (¿no es verdad?), es necesario mucho trabajo para mantener todas las diferencias, para comunicarlas a los pocos, a ver si la gente finalmente logra la plenitud humana.
Pero de repente sucede algo así, y nos vemos ante un semejante que no sabe que es necesario defendernos todos los días de la degradación. Y en este momento no es en uñas en lo que estoy pensando.