Música para agujeros

Música para agujeros
Gerardo Rod
(12 de marzo de 1963 – 7 de octubre de 2009)

A Gerardo de la Torre

Después de marcar el número observó el dedo con más displicencia que curiosidad. El disco del teléfono público le había dejado un anillo de mugre en la falange. El índice era largo y descarnado, simplemente feo.

Descolgaron la bocina al tercer timbrazo. Silbó la melodía de siempre y esperó la respuesta. Del otro lado su interlocutor suspiró antes de hablar, como si le desalentara soltar las palabras. Al fin, habló con voz grave y pausada, quizá con la idea de añadir así más seriedad a su mensaje.

Subió al departamento. No había recados en la contestadora. Entre todos los discos escogió Gershwin para acompañarse. Aún tenía tres horas libres. Mientras orinaba, se miró en el espejo del baño. Pensó en rasurarse pero de inmediato consideró que lo haría esa noche, cuando ya hubiera
cumplido el encargo.

Desde la ventana, la ausencia de nubes prometía una tarde seca. Fumó tumbado en el sofá, entretenido con los anillos de humo que le inspiraba siempre el Porgy and Bess.

Música para hacer agujeros.

Fotografía de Mark Weiss.
Eligió los pants azul marino y los tenis más viejos. Ya con toalla y cronómetro al cuello ajustó el silenciador a la pistola. La sujetó contra su vientre con el resorte de los pants y disimuló el bulto con la amplia sudadera. Se miró al espejo. Estaba listo y por lo demás, animado. Salió a la calle sin más que Gershwin en la cabeza.

Bajó del taxi cerca de la dirección indicada. Aún quedaba una hora de sol pero la casa gris ya había encendido sus luces callejeras. La distancia que la separaba del parque no era mayor de doscientos metros, muy aproximada a la del informe.

Frente a la casa sólo estaba el Mercedes negro con los guantes del chofer en el asiento delantero y el motor ya frío. Ahora el chofer esperaba en la cocina a que el viejo terminara su almuerzo. Podía asegurarlo aunque no lograba verlos. Bastaba que el informante lo hubiera dicho.

Estudió el movimiento de la calle. Un par de ancianas platicaba mientras sus perros se olían en reconocimiento. Un niño pelirrojo volvía a casa en bicicleta. Corredores pasaban sudorosos rumbo al parque, adonde las ancianas se encaminaron sin prisa. Nada que pudiera entorpecer el trabajo. Otra
tarde apacible en la zona residencial.

Calculó los metros que separaban la casa gris de la esquina. Luego, cronómetro en mano, tomó el tiempo que le llevaría alcanzarla desde ahí con trote ligero. Apenas si iba a detener su carrera.

Cuarenta segundos después, no imaginaba más, se perdería en el parque. Comenzó a calentar los músculos con ejercicios de estiramiento. Cuando faltaban tres minutos para la salida del viejo, aceleró la calistenia hasta alcanzar el ritmo que deseaba para la carrera.

Con la pistola en la bolsa de la sudadera esperó a trote a que se abriera la puerta.

Fue muy sencillo. El chofer cayó entre el viejo y él, en mitad de la acera, donde recibió el segundo tiro en el pecho. El viejo quedó tendido junto al Mercedes, con dos disparos en la frente.

Se alejó sin mirar atrás, con ganas ya de un whisky.

Con la toalla limpió el sudor del rostro. Silbó Gershwin mientras esperaba el trago apoyado en la barra.

—Hoy sí te ves cansado— le dijo el cantinero antes de ofrecerle
el vaso.

Sonrió sin entusiasmo. Hundió el índice en el escocés e hizo girar los hielos.

—Deben ser los años —explicó—. Apenas si he movido un dedo.


Tomado del libro “Historias como cuerpos”, Fondo Editorial Tierra Adentro.