Los cuadros de Siqueiros que Chaplin no compró

Por Julio Scherer García *

La voz de Dudley Murphy, famoso director cinematográfico de origen irlandés, se escuchaba imperativa en el teléfono. Le tenía sin cuidado que fueran las tres de la madrugada y que Siqueiros estuviera rendido de fatiga. Lo quería inmediatamente a su lado, con Charles Laughton, Charles Chaplin, Marlene Dietrich y otras celebridades reunidas en su casa de Santa Mónica. Aclaró que no le pedía que fuese con ellos para agregarse a su francachela, sino para un asunto de mayor interés: él, su amistoso agente comercial en los Estados Unidos, le había mostrado cuadros a Charles Laughton, quien hablaba de comprar dos en seguida.

Al llegar a la casa de Murphy, ya cerca de las cuatro, lo aguardaban con impaciencia. Desde un principio acaparó su atención Laughton. Lo vio con el escaso cabello revuelto, la voz insegura, aquellos sus grandes y sensuales labios que se movían como órganos autónomos del resto de la cara, capacitados para respirar, nutrirse y vivir por sí mismos. Siqueiros lo miró en los ojillos, de los que se desprendía una luz envuelta en neblina.

Era Charles Laughton un espectáculo en sí mismo: grande, robusto, lleno de fuerza, con una sensación de seguridad personal que lo hinchaba aún más, a pesar de su borrachera. Pero lo que más impresionó al pintor era que avanzaba hacia él con dos cuadros, uno en cada mano, sin dejar de hablar e interrogarlo con aire dominante, casi agresivo: “How much, sir? How much? How much do you want?”.

En aquella época Siqueiros estaba agobiado por graves conflictos económicos y aún tenía dificultades para vender su producción. De momento no supo qué contestar: “Si cobro mucho —se dijo— a lo mejor me dice que no; pero si cobro poco y él pensaba darme mucho más, viviré, sin saberlo, una desgracia”. Dudley Murphy, atrás del obeso inglés, le decía con señas: “Súbele… súbele…” Animado por sus gestos, cerró los ojos y propuso una suma que le pareció excesiva. Estaba emocionado y sin duda Laughton lo advirtió. “One thousand dollars each”. Entonces escuchó algo que lo dejó frío: “¡No, no!” Era una voz estentórea, como si el alma del actor surgiera poderosa de esos dos vocablos. Fue una negativa rotunda e inapelable, que Siqueiros percibió como la condena que se pronuncia contra un hombre a quien se ha juzgado no con equidad sino con odio. “Two thousand dollars each!”, le gritó entonces. Y para que no hubiera duda sacó la chequera de la bolsa interior de su saco y suscribió la suma global, con las rodillas en la alfombra y el cuerpo inclinado sobre una mesa en que se amontonaban copas y botellas.

Ya con el documento en la bolsa, Siqueiros simuló indiferencia y con un vaso de huisqui en la mano se dedicó a observar. Eufórico, mucho más que en el mejor momento de una borrachera feliz, lamentó que Charles Chaplin permaneciera callado y casi sin beber. Sólo de vez en cuando se llevaba la copa a los labios y sólo de vez en cuando hablaba de México y se expresaba con frases admirativas de Diego Rivera, a quien había conocido en París en 1919.

Al despedirse, Dudley Murphy quiso redondear el negocio y le preguntó a Charles Chaplin, no sin malicia, por qué no adquiría, al igual que Laughton, algún cuadro. El pintor temió una escena embarazosa, que el gran actor, viéndose atrapado, condescendiera y comprase alguna obra para escapar elegantemente del lazo tendido. Pero no ocurrió lo uno ni lo otro. Chaplin, con una sonrisa que no era sólo cordial, sino casi amorosa, después de señalar con un gesto a su colega inglés, le dijo:

“Este hombre es extraordinario en todo. Lo es en el cine, lo es como amigo y, naturalmente, en su juicio pictórico. A mí me ha sorprendido esta noche una vez más. Tuvo el acierto de elegir dos cuadros, exactamente los que a mí más me gustaban y que, de no haberse anticipado, sin duda me los habría llevado a casa en este mismo momento. Ah, este Laughton siempre le lleva a uno la delantera”.

Y se marchó, ufano y victorioso…




* Scherer García, Julio (2005) "Laughton, Chaplin, Marlene", En Siqueiros, La piel y la entraña, FCE: México. Pág. 31-33.