Paraguas (Amagasa)



© Horace Bristol

Yasunari Kawabata (Osaka, Japón, 1899). 

La lluvia primaveral no llegaba a mojar las cosas. Era ligera como neblina, apenas suficiente para humedecer ligeramente la piel. La jovencita salió corriendo y se dio cuenta de eso al ver al muchacho con un paraguas.

—¿Llueve?

El muchacho había abierto el paraguas más para ocultar su vergüenza al pasar por la tienda donde estaba la jovencita que para protegerse de la lluvia.

Sin decir palabra, se lo ofreció a la jovencita. Ella sólo se dejó cubrir un hombro. El muchacho se estaba mojando, pero no se atrevía a pedirle que se colocara bajo el paraguas con él. Y ella, aunque deseaba colocar su mano en el mango junto con la del muchacho, parecía a punto de escapar corriendo.

Llegaron a un estudio fotográfico. El padre del joven iba a ser transferido en su empleo a un lugar lejano. Ésa sería la fotografía de despedida.

—¿Podrían sentarse juntos?

El fotógrafo señaló el canapé, pero el muchacho no podía sentarse al lado de la jovencita. Se quedó de pie detrás de ella, rozando ligeramente su abrigo con la mano que descansaba en el respaldo del sofá, deseoso de que sus cuerpos estuvieran de alguna manera conectados. Era la primera vez que la tocaba. El calor del cuerpo que podía sentir a través de las yemas de sus dedos le hizo intuir la calidez que podría experimentar de tenerla desnuda entre sus brazos.

A lo largo de su vida recordaría el calor de su cuerpo cada vez que mirara esa fotografía.

—¿Me permitirían tomarles otra? Podría ser una más de cerca y con ustedes uno al lado del otro.

El joven asintió.

—¿Y tu cabello? —le susurró a la jovencita.

Ella levantó la vista, lo miró y enrojeció. Sus ojos brillaron con alegría. Dócilmente se escabulló al tocador. Al ver pasar al muchacho por el negocio, había salido disparada, sin tomarse el tiempo de arreglar su cabello. Ahora le preocupaba tenerlo así despeinado, como después de quitarse un gorro de baño. La muchacha estaba tan intimidada que no se había atrevido a acomodar su cabellera delante de él, y el muchacho, por su parte, temió que se turbase aun más si le pedía que se lo arreglara.

La alegría de la jovencita al correr al tocador también aligeró el ánimo del muchacho. Cuando ella volvió, se sentaron en el canapé como si eso fuera lo más natural del mundo.
Al abandonar el estudio, el muchacho miró por todas partes buscando su paraguas. Y vio que la jovencita se le había adelantado, y que estaba afuera y lo tenía en la mano. Cuando ella se dio cuenta de que el muchacho la miraba, de repente cayó en la cuenta de que había tomado su paraguas. Ese pensamiento la sobresaltó. ¿Su acción involuntaria le habría probado al muchacho que ella sentía que también le pertenecía?

El muchacho no podía ofrecerse para sostener el paraguas, y la jovencita no se atrevía a tendérselo. De algún modo ya no eran los mismos que al marchar por esa misma calle rumbo al fotógrafo. Se habían vuelto adultos. Regresan a sus casas con la sensación de que eran una pareja formal, y todo por este incidente con el paraguas.


Tomado del libro Historias en la palma de la mano. Emecé: 2007.
Traducción de Amalia Sato.





Yasunari Kawabata, Premio Nóbel de Literatura en 1968. De él dice la solapa del libro: “Huérfano a los tres años, insomne perpetuo, cineasta en su juventud, lector voraz… Escribió mas de doce mil páginas (¡¡ñó!!) de novelas, cuentos y artículos, y se convirtió en uno de los escritores japoneses más populares dentro y fuera de su país. Se suicidó a los 72 años.