Alfonso Reyes



© M. Thomsen

LOS VERDES

No soy yo el único que colecciona sus mitos. Eran una vez dos mujeres geniales: una tenía la cabeza poética, otra tenía la cabeza científica. Aquélla era grande y vasta como diosa antigua. Ésta, pequeñita y justa como la humanidad de mañana. Aquélla avanzaba como un río; ésta, sacudía como un toque eléctrico.

Hispanoamericanas medio desterradas en Francia, anidaban en Fontainebleau, en un hotelito frío con vistas al verde mojado y al gris de lluvia. Dios llovía y ellas estaban solas. De su matrimonio espiritual nació una cría de fantasmas. Como eran mujeres, fueron madres. Pronto se acompañaron, por compensación subconsciente, de unos niños extraños: eran dos hombrecitos y dos mujercitas.

Estos niños se llamaron los Verdes, porque ellas los imaginaban siempre vestidos de verde. Los varones eran Pepito y Enriquito. Las niñas, Trinita y Suzana. Tenían un ayo y preceptor, lo bastante candoroso, honesto y hasta inteligente para poder educarlos, instruirlos y divertirlos. Ya se entiende, pues, que el ayo era un norteamericano de raza alemana. Se llamaba mister Hartmann.

Los Verdes van y vienen en el reino de la fantasía, en el claustro místico de sus madres, y se han hecho allí palacios invisibles. Se quedan en Fontainebleau una temporada, y luego viajan por toda Europa. Sus madres hablan entre sí de las travesuras de los Verdes, se cuentan sus dichos y hechos con una perfecta seriedad. Se sonrojan si se las sorprende en este devaneo delicado.

Como los verdes no saben escribir, pintan cartas. Así, cuando andan en la Côte d'Azur, pintan un sol y unos barcos elementales, y esto quiere decir buen tiempo y paseos de playa. Aún no se ha podido descifrar una carta de Enriquito que parece representar unas tenacillas de azúcar y una mano abierta con una M en las palmas.

Lo más curioso es que estos niños no crecen nunca. No tienen edad: son. Ellos representan los ojos. Ellas: Trinita, la boca; Suzana, la frente. Esto da lugar a toda una psicología en desarrollo. El ojo izquierdo no ve las cosas como el derecho, pero se completan los dos. Entre la frente y la boca hay siempre como un mal entendido. El constante esfuerzo para enseñar a la boca a escoger entre lo que ven los ojos, el candor de la frente, la acometividad de la boca. Y por aquí todo un sistema: una creación entera, una malla que las madres bordan y tejen en su olvido de Fontainebleau, graves Penélopes sin Odiseo que les siembre el hijo corporal.

Publicado en la Revista Sur, Otoño de 1932. Año 11. N.6. Pág. 199-200. Buenos Aires.


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Alfonso Reyes (1989-1959)... podría decir mucho de él. Sin embargo me limitaré a decir que su escritura es verdaderamente un prodigio de las letras mexicanas. Amigo de todos... admirado por personalidades de distintas latitudes como Borges, quien cuenta de él lo siguiente:

"Los recuerdos que tengo de Alfonso Reyes son espléndidos (…) Siempre lo recuerdo en su capacidad de encontrar una cita que servía ante cualquier conflicto personal de uno. Siempre me viene a la memoria cuando hablamos acerca de Othón, el poeta mexicano, que había ido a la casa del general Reyes [padre de Alfonso] —que se hizo matar por lo de Porfirio Díaz— y del cual yo sabía muchos versos de memoria. Cuando Reyes me contó que lo había conocido personalmente, yo no pude dejar de exclamar un: ¡Cómo!, ¿usted conoció a Othón?, a lo que Reyes respondió con un verso de Browning que decía: Ah, did you see Shelley plain?. Era un hombre privilegiado en el arte de encontrar citas de inmediato..."