Buenos Aires... ¿libre de humo?





Por Addy Góngora Basterra.


En el país del tango, de Borges y el buen vino, también se ha impuesto no fumar en lugares públicos. Quienes somos afectos a hacer humo nos ceñimos a la imperativa ley gubernamental y nos reunimos solidariamente en balcones, bajamos cinco pisos con tal de llegar a fumar a la calle, acudimos a bares manteniendo la cajetilla en la bolsa, los encendores quietos y apretando los labios para no sacar esa lenguita de fuego, tan difícil de domar, siempre contagiosa, inquieta.

Desde hace un par de días se me ha instalado en el recuerdo un haikú: ¿Cómo cabías, oh incendio, en el pequeño vientre de la chispa? Perdonen que no le dé crédito al autor, pero en este momento el humo me nubla la memoria. Y esto es porque bajo el slogan de la campaña antitabaco que reza “Buenos Aires: libre de humo” se ha visto algo paradójico puesto que la ciudad y sus alrededores se han cobijado por una espesa nube... o cortina. O pared. O muro. Ya no sé cómo llamarle. Incendios que iniciaron hace unos días en la delta del río Paraná nos han traído sin tregua a quienes caminamos las calles de la capital… y también a quienes deciden quedarse en sus casas: el humo, con espíritu fantasmal, pareciera que atraviesa las paredes. Busca siempre una entrada por el filito que no sella siempre en las ventanas y se cuela en librerías, iglesias, cafés, teatros, guarderías. Ha cortado en calles y avenidas de tal manera la visibilidad que en varios momentos del día sólo puede verse a 300 metros de distancia, no más.

Si el fuego, aparentemente provocado, se debiera a cuestiones políticas (aunque las autoridades lo descartan) debido a lo que ha ocurrido en el campo por las declaraciones que la presidenta Cristina Kichner hizo semanas atrás, indicaría que el trasfondo es económico: la gente demuestra su inconformidad mediante las quemas con tal de que el gobierno no obtenga beneficio. Quizá me equivoco y el fuego, ahora descontrolado, es (o era) simplemente para hacer limpieza en los pastizales. Sea como sea, lo grave es que esto repercute en toda la humanidad porque, según el encabezado en los periódicos, este humo es en la historia de la historia el mayor dañó que la capa atmosférica ha tenido. Basta ver las imágenes satelitales o fotografías de la ciudad y sus alrededores para asentir a lo anterior con la cabeza.

Se han agotado en las farmacias los tapabocas y las agendas de oftalmólogos se nutren considerablemente. Los hospitales baten récord en atención a gente con problemas respiratorios. Las gargantas resienten, los ojos se enrojecen, es inevitable por momentos no toser a mitad de una conversación. Y no sólo es la visibilidad, también es el olor a quemado, ese olor que se impregna en sábanas, ropa, cortinas, muebles, toallas… pues ¿qué se hace con el humo, además de respirarlo? ¿cómo frenarlo, como detenerlo por las rendijas, como enjaular su vuelo fácil, inasible, impredecible? Es como ir a un asado y pasársela ahí, junto a la parrilla, vigilando un trozo de bife, de arrachera, ahumándose como un salmón. La ropa absorbe ese olor. La piel, el cuerpo mismo.

No sé cuanto tiempo más vaya a durar esta humareda pero sí sé que Sarita Montiel no andaría tan felizmente cantando, tendida en la chaisse longuefumar es un placer, genial sensual (…) sintiendo ese calor del humo embriagador.




Buenos Aires, 19 de abril de 2008.