Nena querida

Primer capítulo de la novela autobiográfica inédita 
“Nena querida”, de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi



Tomado de:

:: Malabia :: arte, cultura y sociedad Barcelona, Montevideo, La Platahttp://www.revistamalabia.com.ar/web_06/web_30/notas/nota_4.htm
Año 3. Febrero 2007.



NENA QUERIDA


(Un cuento de William Saroyan)

La primera vez que vi el libro fue en la biblioteca de mi tío. Tenía las tapas duras y una sobrecubierta muy coloreada, donde se veía a un hombre bebiendo una copa en un bar. Los colores eran alegres (había mucho amarillo, mucho colorado) pero estaban diluidos como si se tratara de pintura a la acuarela. Y el dibujo, de líneas delicadas, muy finas. La editorial era Plaza y Janés, y el libro se titulaba Nena querida. El autor –desconocido para mí– se llamaba William Saroyan. Yo tenía unos catorce años, y devoraba todo lo que caía en mis manos. No sólo leía los libros de la nutrida biblioteca de mi tío. También leía los cuatro periódicos diarios que se compraban en la casa de mi abuela, las revistas semanales o quincenales de moda y del corazón (las femeninas Para ti y Maribel, llenas de relatos sentimentales), los prospectos de los medicamentos, los recibos de las compañías de la luz, la guía telefónica (que incluía divertidos anuncios publicitarios), los almanaques de pared llenos de historias de santos y de mártires (de santas y de mártiras) y cualquier trozo de papel que tuviera alguna clase de inscripción, a mano o a máquina. Recuerdo, fascinada, cómo un día descubrí un trozo de papel escrito con tinta azul que había caído en un charco de agua; vi cómo las letras, las redondas y las altas, las abultadas y las delgadas iban desapareciendo y de un manotazo rescaté el papel: colgó, como una hoja caída del árbol, y ante mi desesperación, las letras fueron chorreando, escurriéndose entre mis dedos. Sólo se salvó una R inicial, y una d, varios espacios después. Con el papel mojado (por tanto débil, frágil) en la mano, intenté saber qué diría. Pensé palabras. Deduje que posiblemente empezaba así: “Recuerdo…” recuerdo tenía una r inicial y una d que correspondía, más o menos, al blanco que había hasta la d. Acepté que era recuerdo. Pero ¿qué recordaba? ¿quién le escribía a otra persona contándole lo que recordaba? Y de pronto, fui consciente de la tragedia, de la muerte: alguien había fijado en letras sus recuerdos, para que alguien lo supiera, como se tira un hilo al agua, como se establece un puente, pero el hilo se había roto, el puente, descolgado. El destinatario de la evocación ya no sabría, nunca más, que alguien le había dirigido sus recuerdos, que alguien había intentado posiblemente compartirlos, despertar recuerdos comunes. Puse a secar el papel. Sin embargo, las letras –los recuerdos– habían desaparecido para siempre. Y yo era la testigo de ese crimen, de ese acto fallido, de ese puente roto, de esa falsa comunicación. Comprendí, súbitamente, la esencia de los malentendidos que constituyen la trama de la vida y de las novelas.


La biblioteca de mi tío estaba en su habitación, una modesta habitación de piso de tablas de madera y una ventanita que daba al fondo de la casa, donde crecía una bugambilia rosada, se erguía el delgadísimo tallo de un jazmín del país que sin embargo, sobre los tirantes de alambre se enredaba en miles de ranas enroscadas, daban frutos un par de higueras, tres naranjos y dos limoneros. En la habitación había una vieja cama de bronce, un escritorio, un ropero y varias estanterías llenas de libros.

En cuanto llegaba del colegio me encerraba en la habitación de mi tío a leer. Aquella me parecía la biblioteca de Alejandría, con miles de libros, desde La Ilíada y La Odisea hasta Orlando, de Virginia Wolf, en traducción de Jorge Luis Borges.

Yo leía con la delectación indiscriminada de una adicta y de una conversa. Mi religión era la literatura –más precisamente: el conocimiento, pero el conocimiento que proporcionaba la literatura– y los libros eran los monjes y las monjas, que celebraban el culto desde las páginas, desde los lomos de los libros, con letras doradas y marcadores de tela. No tenía ningún interés en seleccionar, porque no pensaba dejar de leer ninguno: no había ninguna razón como para preferir a uno antes que a otro, dada mi ignorancia –que estaba dispuesta a superar rápidamente–.

Retenía todos los nombres de los libros, todas las biografías de los autores, todas las solapas. La literatura me parecía un vasto océano, lleno de islas, de pelícanos, de cetáceos, de criaturas fantásticas y otras reales, y me parecía que cada libro tenía su valor, su sentido; como en los planisferios y en los mapas, había rutas que llevaban de un libro a otro; había caminos que conducían a autores diferentes, y cada vez que leía el nombre de un libro que no figuraba en la biblioteca de mi tío, lo registraba en la memoria, para leerlo más adelante, cuando tuviera dinero propio como para comprarlos. Mi mente se convirtió en un fabuloso ordenador (hice igual con el cine, a la misma edad). Tenía voluntad enciclopédica: si un libro llevaba a otro, estaba segura de poder leer algunos miles, durante mi vida, pero me decepcionaba saber que nunca viviría lo suficiente como para poder leerlos todos.

Y cuando terminaba un libro, leía la lista de autores de la colección, y subrayaba los títulos que me parecían más sugestivos: formaban parte de mi deseo, eran los eslabones de una cadena ininterrumpida. Así aprendí que la seducción de la lectura empieza por el nombre del libro. (La balada del café triste; El filo de la navaja; Las olas; Cantos de vida y esperanza; Poemas humanos; Crimen y castigo; La muchacha de los ojos color de oro; Adán Buenosayres; En busca del tiempo perdido; La muerte de un viajante; Los caminos de la libertad; El segundo sexo; Hojas de hierba; El guardián en el centeno; Sueño de una noche de verano; El poeta en Nueva York; El juguete rabioso; Las noches blancas.)

Nena querida me pareció un título tierno y sentimental. No era una frase vulgar; todavía no lo era. Decirle a alguien “Nena querida” estaba lleno de sentidos ocultos; la primera ambivalencia era llamar “nena” a una mujer, pero en castellano (por lo menos en el seductor castellano que se habla en Montevideo) era una manera sugestiva de llamar precisamente a quien ya no era una niña Acompañado del querida le agregaba una nota de sensualidad y afecto con ciertas reminiscencias pedófilas (palabra que yo ignoraba entonces).

Lo abrí con delectación. Las páginas estaban un poco amarillentas, como ciertos sellos antiguos y la humedad las había sembrado de manchas como pecas. Olía a libro viejo, pero no lo era: una inundación reciente había mojado el estante más bajo de la librería y aunque mi tío y yo pusimos al sol las páginas de los libros, igual habían amarilleado. La primera página indicaba el título original, Dear Baby, mucho más vulgar que Nena querida. El traductor era Ignacio Rodrigo. La sobrecubierta y las ilustraciones correspondían a Juan Palet y la portada a R. Giralt Miracle. La primera edición era bastante reciente: l946. Yo había nacido en l941. Era, pues, un autor contemporáneo. Hay algo que siempre le deberé a mi tío: que su biblioteca no fuera exclusivamente de clásicos. Que al lado de Shakespeare estuviera John Osborne, y al lado de Virgilio, Vicente Aleixandre. Una divertida turba de infames locos. La segunda página, era una dedicatoria. Decía: Este libro es para Carol Saroyan. Y más abajo: “Lo que en este librito se dice no es lo que yo te diría en definitiva; pero que él sea el primero entre muchos dones de amor: un presente hecho de todo cuanto yo era en años ya remotos, antes de que te viera”.

No he leído nunca una dedicatoria más conmovedora. La humildad del autor que frente a la inmensidad de la amada llama “librito” a su obra y confiesa que todo lo que se dice en él, no es lo que le diría en definitiva. Porque ¿qué puede decirle el enamorado a la mujer que ama? (El sexo de quienes se aman es irrelevante). El amor es indecible, por eso mismo, hay que rodearlo tantas veces, asediarlo por todos lados, sabiendo, en suma, que es inabordable. El amor no se puede decir, por eso mismo, todos escribimos poemas de amor cuando estamos enamorados, y leemos ensayos sobre el amor, y damos vuelta a la noria de la imposibilidad de decir qué amamos cuando amamos y a quien amamos cuando amamos. Desde la humildad de reconocer que ni siquiera un buen escritor puede decir algo acerca del amor que siente, Saroyan le dedicaba el libro con la advertencia de que no era eso lo que quería decirle en definitiva, pero la definitiva quizás nunca sería. Sin embargo, de este fracaso, rescataba el libro por ser un don de amor. Uno de los muchos dones del amor. Maravillo reconocimiento: el amor se reconoce por la voluntad de dar. Por el deseo de dar. El amor debe ser recibido como un don para dar al otro. ¿Y qué se da? “Todo cuanto yo era en años ya remotos, antes de que te viera”. Al otro, a la otra, uno, una, le da lo que es y lo que fue. Porque el enamorado no sólo quiere poseer el presente, está especialmente celoso del pasado, allí donde biográficamente no pudo estar. El “si te hubiera conocido antes…” es la patraña con la cual intentamos llenar ese vacío, arrepentirnos de ese pasado donde el otro o la otra no estuvo, pero hubiera querido estar, hubiéramos querido que estuviera. Pavese escribió: “Síntoma inequívoco de amor es contarle al otro nuestra infancia”. Allí donde no pudo estar, lo que no pudieron compartir. Saroyan se lo entrega, le entrega quién era “antes de que te viera” en forma de libro. Comprendí en toda su intensidad la delicadeza y profundidad de haber usado el verbo ver en lugar de conocer. No le dice “antes de conocerte”: le dice antes de verte. Como Dante vio a Beatriz a la salida de la iglesia. No conocemos al otro, a la otra: “la vemos”. Antes de verte: los ojos aman. Los ojos acarician, investigan, atrapan, poseen… Dos enamorados no dejan de mirarse, como si la mirada fuera el falo. Te penetro me penetras con la mirada. Te miro me miras y en tus pupilas, me miro mirarte y tú en las mías me miras mirarte. Te miro justamente porque estás afuera, porque no estoy en ti y quiero estar, quiero fundirme. La mirada es el reconocimiento de que quien amamos está afuera, no adentro. Y de que quisiéramos poseer lo imposeíble: mientras nos miramos se experimenta una placentera inquietud, una complicidad que fluye, pero que parece romperse cuando uno de los enamorados baja la cabeza o se vuelve. Ahí se fuga. Ahí empieza la soledad.
Saroyan había nacido en l908 en Fresno, California (la ciudad del cine), en una familia muy humilde de origen armenio. Aprendió a escribir con dificultad el inglés, y convirtió esa dificultad en un rasgo de estilo: escribe con la sencillez de los emigrantes obligados a aprender una lengua que no es la suya. En l915 se produce el exterminio de más de un millòn de armenios a manos de los turcos, y algunos consiguen huir a los Estados Unidos. William Saroyan será siempre fiel al recuerdo de sus orígenes, enamorándose, sin embargo, del país que los adoptó.

Me enamoré del relato que da título al libro y en los meses siguientes, devoré todas las obras que pude conseguir: La comedia humana, Mi nombre es Aram, El tigre de Tracy; la mayoría de sus libros estaban editados por Plaza y Janés, pero otros, los obtuve después, en otras editoriales.

Yo, como Saroyan, también me enamoré. Y cuando me enamoré, no encontré mejor “don” para la mujer a la que amaba que regalarle mi ejemplar de “Nena querida” (entonces, todavía no había publicado mi primer libro, pero creo que aún así, se lo habría regalado igual).

También leí sus novelas. Los retazos de su vida los iba encontrando en las solapas y en ciertos pasajes de sus relatos, como los cuentos –tiernos y escépticos– que escribió en la etapa de guionista en Hollywood. O esa novela desgarradora: “Es cosa de risa”.
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Cuando te encontré, en l969, estabas casada, por segunda vez, y vivías en otra ciudad, en otro país. Estabas de paso por Montevideo, te ibas en una semana. Tuvimos una noche larga y lenta, calurosa, para conocernos. Para hablar de gustos: “¿A quién lees?” “¿Qué escuchas?” “¿Qué películas ves?” “¿Maoísta o trostkysta?” Se escuchaba batir el mar. Siempre se escucha batir el mar en Montevideo. Comimos –a las cuatro de la mañana– milanesas con pan. Yo no pude comer: el bolo del amor me cerraba el estómago. No dormimos. A la mañana, te dije que me esperaras, que quería traerte un regalo, después de dar mis clases matutinas de literatura y revolución. Me esperaste en una esquina, la esquina de todos los vientos. Lejos, aullaba el mar. El mar es como un lagarto, cuando está en calma; cuando está airado, es un felino que se desliza sigiloso hasta que salta, trepador, aullando lascivamente. Nos fuimos a un hotel. Qué raro, un hotel, en la ciudad donde se vive, dijiste (desde entonces, todas mis primeras citas de amor han sido en hoteles; en hoteles en Cádiz, en Boston, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en París, en Washington). Dos mujeres solas, sin equipaje, en una habitación de un hotel mediocre, cerca del puerto. Cuando me incliné sobre vos, en la cama, te murmuré al oído: “Nena querida” y vos dijiste, queda, lentamente: “Del libro homónimo de William Saroyan”.


El regalo que te había traído era la edición de Plaza y Janés de Nena querida. Celestino fue el libro, Celestino fue el mar, Celestino fue el autor. ¿Cómo no iba a enamorarme de una mujer cuyo libro favorito era Nena querida?

Quince años después, en otra ciudad, ésta europea, la primera vez que besé a otra mujer me murmuró al oído: “Nena querida”. Y yo le respondí: “Del libro homónimo de William Saroyan”. Cuando nos levantamos de la cama (no era un hotel, era su casa) me condujo a la biblioteca. En la biblioteca había un libro: era Nena querida de William Saroyan, en la edición de Plaza y Janés. Con admiración, abrí la primera página. Allí, debajo de la dedicatoria que el autor le había hecho a su esposa, había otra: la que yo le había hecho a la mujer de Montevideo. Ahora era suyo. Ella se lo había regalado. Celestino fue el libro, Celestino fue el mar, Celestino fue el autor.

La última vez no hubo libro. Cuando me incliné para besarte iniciáticamente (no fue en un hotel, fue en mi casa) me dijiste: “Nena querida”. Y yo te contesté: “Del libro homónimo de William Saroyan”. Pero tú no lo habías leído, y yo no te lo regalé. Quería vivir sin él durante un tiempo. Dos años después, me regalaste la autobiografía de William Saroyan que compraste en una librería de saldos, las librerías que amábamos.

Saroyan ha muerto hace pocos años.
Hoy, alguien, me ha regalado un libro que viene de lejos, que viene de Montevideo. Cuando he abierto el sobre, apareció otra vez: Nena querida. En la portada, encuadernada de un verde profundo, en letras doradas, se puede leer: Para Cristina. Es la primera vez que alguien me ha dedicado el libro a mí.