Chichuán y la maga del pueblo

Sandra Nikolai ©.
Detalle de la serigrafía «Una tortillita, por favor», 2013.


Por Addy Góngora Basterra.


Fue la maga del pueblo quien le enseñó a Chichuán a montar bicicleta.

—¡Si aprendes, nunca se te olvida! —le gritó corriendo a su lado mientras Chichuán, con ocho años, el cabello despeinado y sin zapatos, intentaba sostener el equilibrio pedaleando.

Con un cortejo de perros, la maga y Chichuán andaban por el túnel de sombra provocado por la copa de los árboles. Era de mañana y ya hacía calor, el sol brillaba en los techos de guano, en el filo de las piedras y en la trenza del cabello negro de doña Erminda, que en ese momento rondaba el patio de su casa.

—¿Cuál de ustedes vendrá hoy a la mesa? —preguntó en tono bondadoso a las plantas de hierbabuena sembradas en cubetas.

Las había de diversas alturas, unas más frondosas que otras. Cerca de ellas había una pala mediana con la que Chichuán debía hacer pequeñas fosas en el patio para sembrar los árboles frutales que su abuela Erminda procuraba.

—Tendrá brazos fuertes —se decía la abuela para justificar su petición cuando veía los esfuerzos de Chichuán, quien apenas podía con la pala.

La maga, cuyos trucos no causaban asombro en nadie, corría atrás de Chichuán, que ya había logrado mantenerse en línea recta entre el camino inestable y empedrado, atravesando la cortina de ladridos que el coro de perros le lanzaba.

—¡Eso, eso, sigue, manténla firme!

Chichuán prodigaba la concentración de quien aprende algo nuevo, hasta que no supo librar la enorme raíz de un flamboyán que le hizo caer a tierra.

—¡AAAAAYYYYY! ¡Aaaaayyy! ¡mi pieee! —gritaba con desesperación y con media bicicleta encima.

Mientras tanto, tras haber visitado a las gallinas y pedirles permiso para llevarse cinco blanquillos, doña Erminda preparaba, en un comal de leña, tortillas hechas a mano. Pronto llegarían sus amores. Era el día de los Reyes Magos, Chichuán se había portado bien, merecía la ansiada bicicleta y sus siempre predilectos taquitos de huevo con hierbabuena.

—Abue, mi pie… —dijo Chichuán con palabras mojadas—. ¡Sálvame abue, sálvame!

La maga del pueblo puso cara de preocupación en un gesto solamente creíble para Chichuán. La corte de perros le movía la cola y le lamía los brazos, la cara, la rodilla, husmeando su cuerpo por los espacios que les dejaba libre la bicicleta.

—Ya veo —dijo la abuela—. Esto es muy grave. Muy grave. Tienes que cerrar los ojos para que la magia sea efectiva.

El pie descalzo de Chichuán estaba atorado en la cadena de la bicicleta.

—Tienes que ser muy valiente, esto va a doler mucho, mucho, pero este truco sí que nunca me falla. A la de tres. Una… dos…tres…

Con un movimiento ágil, la maga alzó la bicicleta con una mano y con la otra liberó como un pez de las redes el pie de Chichuán que inexplicablemente había quedado mordido por la cadena.

—Ya no quiero montar más bici hoy —pidió con ojos de clemencia.

—Pero al rato volvemos a intentarlo —sugirió la maga señalando con la mirada la bicicleta de medio uso que ella misma había pintado de verde limón, como pidió Chichuán.

—¡A desayunaaaaar! —gritó doña Erminda, sacando el cuerpo al portal de su casa—. ¡Huevos con hierbabuena y tortillas recién hechas!

Los perros salieron disparados y fueron los primeros en llegar a la casa. Uno a uno los saludó doña Erminda por sus nombres, sin dejarlos entrar. Maga y aprendiz se miraron decantando antojo, levantaron la bicicleta y rodándola se fueron bajo el túnel de flamboyanes. Sus espaldas se alejaron adornando el paisaje rural.

—¿A ti te enseñaron a montar bici o por arte de magia?

La maga del pueblo sonrió.

—Ese es el truco que mejor sale.