Palabras que son flecha

Foto de @larah.c.v (Instagram).
Por Addy Góngora Basterra.

I


En Astorga alguien nos habló de Castrillo de los Polvazares. Nos dijeron que era un pueblo encantador, representativo de la comarca de Maragatería. Para llegar ahí, debíamos desviarnos de la ruta para llegar a nuestro destino del día, Rabanal del Camino. Añadir dos horas adicionales cuando llevas 27 días caminando y centenas de kilómetros en las piernas, no es cualquier cosa. Pero quisimos ir. Era de las experiencias que queríamos añadir al ya de por sí increíble Camino de Santiago. Y fuimos. Era domingo y era junio, el sol estaba implacable como suele serlo por esas fechas en la provincia de León, España.

El camino de asfalto que nos llevó al acceso del pueblo parecía diseñado a modo de set cinematográfico: fin de carretera negra que da inicio a histórico camino empedrado. La inolvidable paleta abigarrada en tonos sepia alardeaba en las piedras: café, ocre, anaranjado, beige, sepia, marrón. Todo en esos colores: la calle, las casas, las bancas adosadas a paredes. Piedra, el pueblo entero de piedra, casas arrieras con aleros en el tejado, casas de piedra con puertas y ventanas de madera robusta y vieja pintadas de colores, contrastando con el cielo claro y macetas con flores en portales y balcones.

Tras cruzar la frontera del asfalto al empedrado, nos saludó una señora mayor que parecía ir a algún mandado. Respondí cortésmente con mi español mexicano diciéndole lo bonito que me parecía la entrada al lugar. Sonrió, asintió, se fue. No volvimos a ver a nadie más ni hubo rastro de que alguien anduviera. Todo estaba cerrado: casas, albergues, tiendas, hostales, bares, iglesia. Sólo hallé a dos perros echados a la sombra de una pared. Nos vieron desinteresados, acostumbrados, supongo, a ver siempre a peregrinas.

De asombro íbamos en silencio, admirando. Como los perros, encontré una sombra, me quité la mochila para darle alivio a la espalda y me recosté sobre una banca tras descalzarme para darle respiro y frescura a los pies, héroes de la travesía. Desde esa perspectiva horizontal miré Castrillo de los Polvazares. A casi tres años puedo volver a ese momento. Sentir el calor, el descanso y la emoción de estar en lugar nuevo, preguntándome: ¿en dónde están todos?

II


«Posiblemente estoy viviendo esto por única vez en mi vida», suelo pensar cuando viajo. No tengo certeza de si volveré a tal o cual lugar aunque, ya lo sabemos, nadie se baña dos veces en el mismo río y, como parafrasea Luis García Montero, “Imprevisible amor de muchos años. Nadie besa dos veces a la misma mujer”. Es único y distinto cada beso como es único y distinto cada momento. De las últimas semanas, ¿realmente un día es gemelo del anterior? Si la respuesta es sí, ¿qué hace falta de nosotros para encontrar esos detalles que hacen únicos nuestros momentos a lo largo de cada día?

Movida por lo anterior, cambié la distribución de mi estudio y acomodé el escritorio de manera tal que puedo ver desde mi tercer piso la frondosa copa de varios árboles y, si me despierto a tiempo, el amanecer por entre el follaje. Cuando miro desde mi silla de escritorio, giratoria, por esa ventana — cuatro veces más grande que la de mi habitación — parece que no ha pasado nada en la ciudad ni en el ritmo de sus habitantes. En la copa de los árboles todo está normal… y hasta mejor. Si lo sabrán loros y pájaros, que andan muy cantarines últimamente… ¿o será el silencio de las calles y nuestra disposición sensorial que nos da la oportunidad de prestar atención a eso que siempre ha estado? Me parece que, el trasfondo de todo este asunto, es que nos está mostrando cómo respondemos emocionalmente a lo que sucede, tanto en lo personal como en lo familiar y colectivamente.

Hoy sé que esa respuesta emocional fue la que me permitió, aquel domingo en Castrillo de los Polvazares, en plena maragatería de León y Castilla, disfrutar la experiencia con todos los sentidos, desde lo ingrato y agotador hasta lo inimaginablemente positivo. Pude ponerme de muy mal humor porque lo que más deseaba era entrar a una casa arriera y beber un par de cañas, bálsamo indudable para el golpe del calor. Pero hice lo que estaba a mano: simplemente zafarme las botas, descansar el cuerpo, respirar tranquilamente y disfrutar ese paisaje empedrado, siendo consciente de presenciar un privilegio, quizá por única vez en mi vida.

III


Somos muchos los que necesitamos escribir lo que está pasando. Escribir ayuda a entender. Pero también, escribir nos permite llevar un registro que en unos años sea útil, como si las palabras de hoy fueran la caja de herramientas de mañana. Tal es lo que encuentro en experiencias como la del Camino de Santiago, donde acompañé emociones, hallazgos y aprendizajes en un cuaderno de notas.

Por eso, como una persona igual al resto, llena de incertidumbre, con planes, negocios, viajes y abrazos que se aplazan, elijo darme pausas para escribir y ordenar esa involuntaria respuesta emocional ante lo que sucede afuera. En mi calle vacía detengo el andar, me descalzo y relajo el cuerpo, me recuesto sobre la espalda del cuaderno y encuentro palabras que son marcas, como esas flechas amarillas en todas las rutas que llevan a Santiago de Compostela y que otros dejan para orientar a peregrinos que, entre tanto sendero, de pronto no saben por dónde continuar.

Las palabras son flechas amarillas que auxilian. Sea columna, poema o novela de ficción, es buen momento para reivindicar todas esas voces que al darnos buenas palabras nos ayudan, oh sí, a vivir mejor.

Publicado en el Diario de Yucatán.