Escritor mexicano.
Fragmento de O my darling Clementine!
Capítulo 17 del libro «Palinuro de México».
Todas las tardes después de comer y mientras digería las veleidades inconclusas que aleteaban en su estómago, mamá Clementina dormía una siesta y mientras la dormía y rebuznaba en sueños no se movía una hoja, no zumbaba una mosca, no se reproducía una flor, no anclaba un transatlántico en el Océano Índico, no se arrastraba un gusano y el tiempo casi no se atrevía a pasar con tal de no hacer ruido y despertarla. Porque la siesta de mamá era sagrada, sagrada como un campanario o como los desperdicios de una letanía, y Palinuro trataba de no pensar en nada porque mamá le había dicho: no hagas ruido, duérmete conmigo y si no tienes sueño pon la mente en blanco y no pienses en nada.
(…)
Otra tarde, cuando se le aflojó el primer diente de leche, Palinuro descubrió que con sólo tocarlo con la lengua provocaba el dolor y con sólo dejar de tocarlo, el dolor desaparecía. Y aprendió así a disfrutar del dolor por el solo placer de exorcizarlo a voluntad.
(…)
Mamá, sin embargo, era mucho más importante y más querida que un diente de leche y cuando a Palinuro le dolía mamá Clementina, no había en el mundo nada más grande, nada más imperfecto, nada más desnudo que ese dolor.
(…)
A mamá le gustaba silbar las arias famosas como la plegaria de Orfeo, y lo hacía con las ventanas abiertas, de manera que todo el vecindario se enterara de la muerte de Eurídice. Entonces la canción que mamá silbaba se desbordó por los balcones y caminó a la sombra de los muros rojos del Palacio de la Inquisición entre los puestos de frutas y las casas de empeño, y la gente se detenía y se preguntaba de dónde venía esa canción, quién la estaba silbando: el carnicero se quedaba a punto de destazar una cola de buey, el saltimbanqui en el aire a la mitad de un salto inmortal; las sirenas de las fábricas dejaban de pitar y las vitrolas y las ambulancias se callaban mientras la canción seguía su camino y cruzaba las avenidas, daba vuelta en los callejones, espantaba a los peatones desprevenidos y paseaba en canoa por el lago del bosque, mientras la gente se detenía y se preguntaba y se maravillaba. Entonces mamá dejó de silbar y las ventanas se cerraron, las cortinas de papel de cobre se quedaron quietas, el alma de mamá se escapó por un hilo de saliva y Palinuro se hincó a su lado y lloró las navidades en que mamá encendía las velas del árbol y papá llegaba a la casa con una botella de brandy y el tío Esteban con bolsas de higos de Esmirna y pasas de Corinto y lloró sus primeros patines, las bodas de cristal, las fiestas de fin de año y los faroles chinos que iluminaban el corredor de la casa de sus abuelos, y lloró su escuela, y lloró las siestas…
Todas las tardes después de comer y mientras digería las veleidades inconclusas que aleteaban en su estómago, mamá Clementina dormía una siesta y mientras la dormía y rebuznaba en sueños no se movía una hoja, no zumbaba una mosca, no se reproducía una flor, no anclaba un transatlántico en el Océano Índico, no se arrastraba un gusano y el tiempo casi no se atrevía a pasar con tal de no hacer ruido y despertarla. Porque la siesta de mamá era sagrada, sagrada como un campanario o como los desperdicios de una letanía, y Palinuro trataba de no pensar en nada porque mamá le había dicho: no hagas ruido, duérmete conmigo y si no tienes sueño pon la mente en blanco y no pienses en nada.
(…)
Otra tarde, cuando se le aflojó el primer diente de leche, Palinuro descubrió que con sólo tocarlo con la lengua provocaba el dolor y con sólo dejar de tocarlo, el dolor desaparecía. Y aprendió así a disfrutar del dolor por el solo placer de exorcizarlo a voluntad.
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Mamá, sin embargo, era mucho más importante y más querida que un diente de leche y cuando a Palinuro le dolía mamá Clementina, no había en el mundo nada más grande, nada más imperfecto, nada más desnudo que ese dolor.
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A mamá le gustaba silbar las arias famosas como la plegaria de Orfeo, y lo hacía con las ventanas abiertas, de manera que todo el vecindario se enterara de la muerte de Eurídice. Entonces la canción que mamá silbaba se desbordó por los balcones y caminó a la sombra de los muros rojos del Palacio de la Inquisición entre los puestos de frutas y las casas de empeño, y la gente se detenía y se preguntaba de dónde venía esa canción, quién la estaba silbando: el carnicero se quedaba a punto de destazar una cola de buey, el saltimbanqui en el aire a la mitad de un salto inmortal; las sirenas de las fábricas dejaban de pitar y las vitrolas y las ambulancias se callaban mientras la canción seguía su camino y cruzaba las avenidas, daba vuelta en los callejones, espantaba a los peatones desprevenidos y paseaba en canoa por el lago del bosque, mientras la gente se detenía y se preguntaba y se maravillaba. Entonces mamá dejó de silbar y las ventanas se cerraron, las cortinas de papel de cobre se quedaron quietas, el alma de mamá se escapó por un hilo de saliva y Palinuro se hincó a su lado y lloró las navidades en que mamá encendía las velas del árbol y papá llegaba a la casa con una botella de brandy y el tío Esteban con bolsas de higos de Esmirna y pasas de Corinto y lloró sus primeros patines, las bodas de cristal, las fiestas de fin de año y los faroles chinos que iluminaban el corredor de la casa de sus abuelos, y lloró su escuela, y lloró las siestas…