El 23 de abril se conmemora el Día Internacional del Libro. Este es mi pequeño tributo a ese objeto maravilloso y único que nutre nuestras vidas. |
Por Addy Góngora Basterra.
El año pasado la puerta principal de mi departamento estaba de pena, le urgía mantenimiento: el sol de Yucatán le da de lleno. Así que vinieron los expertos a darle al bloque rectangular de cedro dignidad y porvenir.
Aprovechando la visita, le pedí al carpintero que le diera una manita de gato al librero, parte de la memoria e inventario nostálgico de mi familia. En él, tres hermanas aprendimos a leer y escribir, sumar y restar —sobretodo a sumar—, de amor y desamor.
Si los muebles tuvieran memoria, este sería uno de los que dan fe de cómo las niñas crecen y de todo lo que les pasa en el inter. Con tres cajones —uno para cada quien— esta belleza fue durante décadas nuestro escritorio de tareas y juguetero, por eso, en honor a los seres que ahí habitaron, conservo una vaquita de mi hermana menor que tras dar dos pasos decía muuuu y movía la cola. Basta mirarla para escuchar el muuuu que conjura el cuarto de infancia de tres hermanas, dos grandes espejos y una alfombra verde.
A los pocos días, cuando el carpintero regresó y vio el librero habitado por ejemplares de temas y tamaños diversos, le dio a títulos y autores un paseíto con los ojos.
—So-fo-cles —leyó en voz alta, partiendo en sílabas el nombre.
Volteó a verme, preguntando:
—¿Todos estos libros son porque necesita alimentarse?
—Sí —respondí con gran, pero gran sonrisa, reconociendo en su poética verdad el banquete que siempre encuentro en el buffet de papel empotrado a la pared.