Ilustración de Emilio Amade. |
Publicado en elmundo.es
Nunca he disfrutado, como parece que disfruta la mayoría de las personas, de los días de Navidad y mucho menos, de la jornada de la Nochevieja y la espera del Año Nuevo. En realidad esa incapacidad mía no resulta demasiado rara si tenemos en cuenta que tampoco me interesa de un modo especial celebrar mi cumpleaños, que olvido los aniversarios de bodas (tengo dos, ambos con la misma mujer, mi mujer, pero esa es una larga historia que puedo contarles otro día), que detesto fechas como el Día de las Madres o el de los Padres pues me parecen una falacia comercial de las más hipócritas que puedan existir y porque suele ser la jornada en que los hijos... de su madre se hacen los que las quieren, a ellas y a todas las madres.
Por eso, cuando se acerca la Navidad trato de encerrarme lo más posible en mi caparazón: me concentro en mi trabajo y evito, en todas las medidas de lo posible, aceptar invitaciones de amigos. Y ni se me ocurre hacer invitaciones a mi casa.
Hubo una época en la que estas fechas festivas de fin de año me envolvían en sus alharacas con la fuerza de la tradición y la costumbre, y hasta llegué a participar alegremente de ellas. Creo que entonces todo tenía que ver con una tradición maltratada, pero preservada con encono por algunos y con la compulsión social por la que con facilidad uno se deja arrastrar en la adolescencia y la juventud.
Ahora habría que recordar que a finales de la década de 1960 la celebración de las Navidades fue postergada o eliminada en Cuba, no solo por ateísmo científico militante sino además porque en lugar de empeñarse en celebraciones y libaciones, se decidió que la gente debía dedicarse durante aquellas jornadas a los cortes de caña en los días en que más altos rendimientos de azúcar podían conseguirse. Por si fuera poco, junto a los símbolos navideños por esos tiempos también habían desaparecido los turrones y la cidra española que, unidos al cerdo asado, los frijoles negros y la yuca con mojo de naranjas agrias (no totalmente desaparecidos pero también esquivos) conformaban los elementos más característicos para alimentar la celebración. En mi casa, sin embargo, mis padres insistieron en festejar la Navidad y, por años, prepararon una cena de Nochebuena con lo que apareciera, montaron un nacimiento que se iba despoblando por falta de repuestos y adornaban un arbolito sintético que terminó sus largos días hecho polvo, y no precisamente enamorado.
Hubo al menos dos de aquellas navidades de mi adolescencia que las pasé lejos de la casa, en campamentos ubicados fuera de las ciudades a los que los estudiantes debíamos ir a realizar trabajos agrícolas con los que contribuir al desarrollo del país y a nuestra propia educación aprendiendo los rigores del trabajo manual, del esfuerzo proletario.
El hecho de que la Revolución cubana de 1959 hubiera triunfado justo el 1 de enero, de algún modo salvó la celebración nacional por la llegada del nuevo año, que se identificó con el júbilo por la fecha histórica. Aunque la gente no se deseaba ya «Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo», sino que la televisión y las vallas publicitarias solo daban vivas a la efeméride patriótica, con mis amigos de estudios pre y universitarios, durante aquella estricta década de 1970 participé en fiestas de despedida del año en las que bebíamos de todo lo que encontráramos, comíamos todo lo que podíamos y hacíamos (o al menos hacía yo) como que nos divertíamos mucho por el solo hecho de despedir un año y recibir otro: un cambio de fechas que casi siempre lo único que cambiaba era que nos aumentaba la cifra de años vividos y nos empujaba hacia una adultez, una madurez y un envejecimiento que entonces nos parecían remotos, casi ajenos. Y por eso celebrábamos.
Con el paso del tiempo varias cosas se modificaron en mi carácter y algunas en Cuba. A fines de los años 90, por ejemplo, cuando todavía vivíamos bajo los rigores de años de escaseces profundas, el Papa Juan Pablo II visitó la isla y, como señal de buena voluntad, el gobierno restituyó oficialmente el feriado de Navidad. Mientras, muchas de las gentes que habían cedido a la compulsión social de ignorar la festividad de origen religioso, habían comenzado a recuperarla en un tiempo en que un número notable de cubanos también había recuperado sus creencias místicas o se habían iniciado en ellas, como reacción ante la falta de otras expectativas. Así, regresaron las fiestas de Navidad y Año Nuevo, reaparecieron en las tiendas de venta en divisa los arbolitos con luces y bolas, que volvieron a engalanar las casas y aparecieron incluso en algunos lugares públicos. Mientras, los más viejos volvían a desearle a sus conocidos, amigos, familiares una «Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo», la frase típica de esas jornadas que, por años, había estado sumergida en las memorias.
Ese regreso de la celebración llegó en una época en la que ya a mí no me interesaba festejarla y durante la cual, por coincidencia histórica, inauguraba la posibilidad de comunicarme por correo electrónico y... se me llenó el buzón de entrada de felicitaciones que me veía obligado a responder. Cada uno de los mensajes navideños y de fin de año que recibo siempre me hace pensar cuánto de costumbre, compromiso, compulsión hay detrás de ellos y cuánto de verdadero júbilo festivo, fervor religioso, expectativas de futuro pueden encerrar. Y cuando los respondo lo hago como si bebiera una medicina de mal gusto: debo tomarla aunque no me agrade su sabor...
Quizás la conciencia de lo que significa el paso del tiempo que de modo sibilino me está empujando hacia la vejez, la aceleración con que vivo ahora el transcurso de los meses que me crea la impresión de que hace muy poco comencé el año que ya voy a despedir, y mi decisión de elegir divertirme solo con lo que en realidad me divierte, me provocan una reacción que se mueve entre el rechazo y la indiferencia por tales festividades. O tal vez todo se deba a que en Cuba nunca ha vuelto a recuperarse un verdadero espíritu navideño, pues ya se sabe que las tradiciones son muy delicadas y, como ciertos vinos, resisten mal los traslados, enclaustramientos y batuqueos.
Pero, curiosamente, de lo que no he logrado sustraerme es de la tonta costumbre de hacer planes y albergar deseos para el año siguiente. Suelo caer en la trampa de lo representativo (un cambio de calendarios) como si tuviera un valor real, un posible efecto concreto sobre la realidad y sobre mi voluntad. Por eso he pensado muchas veces, a lo largo de muchos fines de año, que al año siguiente, por ejemplo, dejaré de fumar, o que seré mejor esposo o amigo, o que no perderé mi tiempo viendo partidos de beisbol o fútbol. Cosas así. Porque, por supuesto, no tendría sentido que pensara en la posibilidad de cambiar mi auto que ya cumple veinte años pues es tan imposible como que desee ser hábil en los procedimientos digitales e informáticos: uno debe ser sincero consigo mismo, realista con sus posibilidades y capacidades. Sobre todo cuando un auto le podría costar 5, 7, 8 veces más que a otro habitante del planeta y cuando el cerebro en proceso de endurecimiento nunca será capaz de aprender si quiera a compactar un archivo.
Puesto a desear, sin embargo, y ya que andamos en fechas y ni yo mismo escapo de ciertas compulsiones por mucho que me proteja, creo que lo que más me gustaría, para el año próximo, es que el hecho de encontrar el yogurt que tomo en el desayuno deje de ser un desafío cotidiano. ¿Les parece poco? ¿Insignificante?... Pues vengan a recorrer La Habana en busca de yogures que, cuando aparecen, suelen ser caros, malos, con sabores como el de la medicina que antes citaba y, si de veras necesita del yogurt para desayunar, entonces sabrá de qué estoy hablando. Ahora mismo, si consiguiera un buen yogurt, aquí, en la esquina de mi casa, tendría un fin de año muy feliz y pensaría que me espera un próspero año nuevo.
Hubo al menos dos de aquellas navidades de mi adolescencia que las pasé lejos de la casa, en campamentos ubicados fuera de las ciudades a los que los estudiantes debíamos ir a realizar trabajos agrícolas con los que contribuir al desarrollo del país y a nuestra propia educación aprendiendo los rigores del trabajo manual, del esfuerzo proletario.
El hecho de que la Revolución cubana de 1959 hubiera triunfado justo el 1 de enero, de algún modo salvó la celebración nacional por la llegada del nuevo año, que se identificó con el júbilo por la fecha histórica. Aunque la gente no se deseaba ya «Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo», sino que la televisión y las vallas publicitarias solo daban vivas a la efeméride patriótica, con mis amigos de estudios pre y universitarios, durante aquella estricta década de 1970 participé en fiestas de despedida del año en las que bebíamos de todo lo que encontráramos, comíamos todo lo que podíamos y hacíamos (o al menos hacía yo) como que nos divertíamos mucho por el solo hecho de despedir un año y recibir otro: un cambio de fechas que casi siempre lo único que cambiaba era que nos aumentaba la cifra de años vividos y nos empujaba hacia una adultez, una madurez y un envejecimiento que entonces nos parecían remotos, casi ajenos. Y por eso celebrábamos.
Con el paso del tiempo varias cosas se modificaron en mi carácter y algunas en Cuba. A fines de los años 90, por ejemplo, cuando todavía vivíamos bajo los rigores de años de escaseces profundas, el Papa Juan Pablo II visitó la isla y, como señal de buena voluntad, el gobierno restituyó oficialmente el feriado de Navidad. Mientras, muchas de las gentes que habían cedido a la compulsión social de ignorar la festividad de origen religioso, habían comenzado a recuperarla en un tiempo en que un número notable de cubanos también había recuperado sus creencias místicas o se habían iniciado en ellas, como reacción ante la falta de otras expectativas. Así, regresaron las fiestas de Navidad y Año Nuevo, reaparecieron en las tiendas de venta en divisa los arbolitos con luces y bolas, que volvieron a engalanar las casas y aparecieron incluso en algunos lugares públicos. Mientras, los más viejos volvían a desearle a sus conocidos, amigos, familiares una «Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo», la frase típica de esas jornadas que, por años, había estado sumergida en las memorias.
Ese regreso de la celebración llegó en una época en la que ya a mí no me interesaba festejarla y durante la cual, por coincidencia histórica, inauguraba la posibilidad de comunicarme por correo electrónico y... se me llenó el buzón de entrada de felicitaciones que me veía obligado a responder. Cada uno de los mensajes navideños y de fin de año que recibo siempre me hace pensar cuánto de costumbre, compromiso, compulsión hay detrás de ellos y cuánto de verdadero júbilo festivo, fervor religioso, expectativas de futuro pueden encerrar. Y cuando los respondo lo hago como si bebiera una medicina de mal gusto: debo tomarla aunque no me agrade su sabor...
Quizás la conciencia de lo que significa el paso del tiempo que de modo sibilino me está empujando hacia la vejez, la aceleración con que vivo ahora el transcurso de los meses que me crea la impresión de que hace muy poco comencé el año que ya voy a despedir, y mi decisión de elegir divertirme solo con lo que en realidad me divierte, me provocan una reacción que se mueve entre el rechazo y la indiferencia por tales festividades. O tal vez todo se deba a que en Cuba nunca ha vuelto a recuperarse un verdadero espíritu navideño, pues ya se sabe que las tradiciones son muy delicadas y, como ciertos vinos, resisten mal los traslados, enclaustramientos y batuqueos.
Pero, curiosamente, de lo que no he logrado sustraerme es de la tonta costumbre de hacer planes y albergar deseos para el año siguiente. Suelo caer en la trampa de lo representativo (un cambio de calendarios) como si tuviera un valor real, un posible efecto concreto sobre la realidad y sobre mi voluntad. Por eso he pensado muchas veces, a lo largo de muchos fines de año, que al año siguiente, por ejemplo, dejaré de fumar, o que seré mejor esposo o amigo, o que no perderé mi tiempo viendo partidos de beisbol o fútbol. Cosas así. Porque, por supuesto, no tendría sentido que pensara en la posibilidad de cambiar mi auto que ya cumple veinte años pues es tan imposible como que desee ser hábil en los procedimientos digitales e informáticos: uno debe ser sincero consigo mismo, realista con sus posibilidades y capacidades. Sobre todo cuando un auto le podría costar 5, 7, 8 veces más que a otro habitante del planeta y cuando el cerebro en proceso de endurecimiento nunca será capaz de aprender si quiera a compactar un archivo.
Puesto a desear, sin embargo, y ya que andamos en fechas y ni yo mismo escapo de ciertas compulsiones por mucho que me proteja, creo que lo que más me gustaría, para el año próximo, es que el hecho de encontrar el yogurt que tomo en el desayuno deje de ser un desafío cotidiano. ¿Les parece poco? ¿Insignificante?... Pues vengan a recorrer La Habana en busca de yogures que, cuando aparecen, suelen ser caros, malos, con sabores como el de la medicina que antes citaba y, si de veras necesita del yogurt para desayunar, entonces sabrá de qué estoy hablando. Ahora mismo, si consiguiera un buen yogurt, aquí, en la esquina de mi casa, tendría un fin de año muy feliz y pensaría que me espera un próspero año nuevo.