Por Francisco Hinojosa*
En el tiempo en que la luna era roja y los árboles daban todo el año flores y frutas, todos los animales de la tierra eran del mismo tamaño.
Fue un ratón el que descubrió el secreto: un día encontró una tripita que salía de la pata de un león. Le quitó la tapa y…
El león empezó a desinflarse. Luego buscó la pata de una abeja y también encontró la tripita. Y la empezó a inflar e inflar e inflar…
Pasaban entonces cosas muy raras: las hormigas podían cargar más hojas, pero no cabían en sus agujeros, los changos no podían subirse a los árboles ni comer plátanos.
Las moscas eran tan pesadas que no podían volar.
El gato no perseguía a los ratones. Y a los cocodrilos nadie les tenía miedo.
Los ratones eran los únicos que se daban la gran vida.
El elefante era el encargado de servir el queso. El oso polar les cortaba el pelo y los bigotes.
Los caracoles hacían ricos pasteles. Los lobos tiraban los trineos. Y el gato los divertía con sus bailes. Pasaron así muchos años, hasta que un buen día el búho descubrió la tirita en la pata de una hormiga. Le quitó la tapa y…
La hormiga se hizo chiquita, chiquita, y pudo volver a su agujero. Entonces el búho les dijo a todos el secreto. Así la jirafa fue con el camello y lo empezó a inflar e inflar e inflar…
Hasta que el camello se hizo más grande que los árboles.
—No me infles tanto, ya no te puedo ver —le gritó a la jirafa.
Todos los animales volvieron a ser como antes: la araña ya podía tejer su tela, las mariposas volar, el tigre saltar de los árboles y el hipopótamo volver a su casa.
Desde entonces los ratones dejaron de ser los amos de la tierra. Y los animales vivieron muy contentos.