La cubrirá la arena;
una oleada de mar la arrojará al abismo.
Mas, qué puedo yo hacer por esta chancla,
no tiene par, no es mía,
nada tiene que hacer en esta playa,
tampoco en otra parte encontrará su sitio.
Pero algo me detiene junto a ella.
Si hay hombres que se sienten seguros junto al mar,
si en la selva o el monte recuperan
la biología perdida
o el correr milenario de su sangre
se escucha nuevamente junto a un río,
hay otros que se sienten confortados,
nos sentimos,
por una llanta vieja o un paraguas.
Seres cuyo paisaje
de alcantarillas y de elevadores
nos da el sosiego que a otros
el halo de la luna les otorga.
Siento junto a esta chancla
lo que sentí otras veces
cuando al dejar la oscuridad del campo
su silencio,
el valle abierto,
la carretera larga como el tiempo,
la ciudad con sus luces
se presentó a mi amparo.
Nada menos humano
que un hule que no sirve
pero en ella se encuentra quizá todo:
la huella de unos pies,
la intimidad de un baño,
el olor de una toalla,
el miedo que a la muerte le tenemos.
“El hombre y sus objetos” he de pensar un rato;
a mis manos regresarán la pala y la cubeta
con las que hace treinta años cavé un foso
que el mar llenó de pronto,
la camiseta roja, la diadema,
el sombrero de paja en la silla de lona
donde quedó marcado para esfumarse pronto
la silueta húmeda de un cuerpo.
Y todo por la chancla
que alguien olvidó
sobre la arena.
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