Por José Donoso.
Narrador, ensayista y poeta chileno.
Tomado de Nexos.
Narrador, ensayista y poeta chileno.
Tomado de Nexos.
Los años que van pasando separan y unen a la vez. Hace dos décadas que no veo a Gabriel García Márquez y a Mercedes, y sin embargo puedo decir que el recuerdo de cómo y qué éramos entonces —saliendo a comprar Le Monde en una esquina de Sarriá por ejemplo, o acompañándome a efectuar mi difícil transición del disco de música clásica al cassette de lo mismo— es quizás mucho más vivo, mucho más intenso que los lazos reales que entonces nos unían.
Con el propósito de celebrar el Año Nuevo con una cena en casa de los García Márquez, mi mujer, mi hija y yo llegamos cargando los frutos de nuestra tierra española, aceite de oliva manufacturado en el pueblo donde entonces vivíamos, vinos domésticos de altísima gradación, variados embutidos caseros. Mercedes y Gabriel nos esperaban con Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa con sus mujeres e hijos, y seguramente también con el clásico pavo. Celebrábamos la Noche Vieja con esta reunión amistosa que entonces no era sólo posible sino ejemplar, necesaria.
Los días que siguieron continuaron congregándonos: cenas en casa de algunos escritores catalanes, paseos por un invierno góticamente nevado en los barrios de Barcelona, fiestas en bares y restaurantes.
Un día nos citamos para comer juntos en el restaurante catalán Font Dels Oceillets, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Carlos Franchi, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y este escriba, junto con nuestras respectivas mujeres. Nos sentamos alrededor de una de esas toscas mesas iguales a las que había en el pueblo, fragante de peces en adobo, olivas en vinagre y ajo, y quesos surtidos. Los que se sentían expertos pidieron el vino. El dueño, un catalán fortachón y prepotente, con un colmillo de oro y el alma comprometida con su caja recaudadora, sirvió el vino y colocó ante nosotros unas hojitas de papel impreso donde era necesario que cada uno de los comensales escribiera el nombre del plato que quería. Con el vino, la conversación se hizo bulliciosa porque en ese tiempo se discutía “el caso Padilla”, y nos olvidamos de los papelitos del patrón. Pasaron los minutos y no nos dimos cuenta de que él nos estaba rondando como fiera hambrienta… los cuartos de hora… la media… hasta que por fin no pudo más y acercándose a la mesa rodeada de escritores con sus parejas, preguntó:
—¿Qué no hay nadie que sepa escribir…?
Fue como un tajo que cortó la conversación. Se produjo el silencio. Las miradas perplejas de los escritores buscaron los ojos de sus cónyuges para que ellas explicaran, remediaran, pusieran las cosas en orden. Tímidamente, alguna mano se acercó a las hojitas de papel. Entonces Mercedes García Márquez dijo:
—Yo sé escribir.
Recuerdo que la mirada de García Márquez se serenó después del segundo de perplejidad y la conversación volvió a agolparse después del tajo que la había cortado. Mercedes le fue preguntando a cada uno qué iba a comer y fue anotándolo. Cuando llegó a su marido le preguntó:
—¿Y tú, Gabito qué quieres comer…?
Enero, 1992.