Suhrid



La otra noche invité a una amiga a cenar a mi casa. 

En la sala hay un librero, así que entre conversación y conversación, en una de esas se puso de pie frente a él para pasear los ojos y las yemas por el lomo de mis libros. Eligió uno. Yo elegí otro que andaba por ahí y que antes de irse me pidió prestado. Le dije que sí… aunque después le dije que no, porque en ese momento lo abrí y empecé a leer párrafos al azar. Es un libro que no he leído. Esa ojeada (sin h) me hizo querer leerlo. Este es uno de los fragmentos que leí:

La primera vez que vi a Wittgenstein fue cuando un lunes de octubre de 1930 entró a la conferencia de la Escuela de Artes a las doce del día. Llevaba puesta una toga de doctor, un saco deportivo oscuro y los convencionales pantalones grises, con una discreta camisa de lino abierta en el cuello: nunca lo vi usar una corbata. Jamás variaba su manera de vestir, aunque el color de sus camisas variaba del gris al verde (…) Cuando iba a buscarlo para ir a comer o ver una película, invariablemente lo encontraba trabajando en la carpeta en que escribía sus notas o sus ideas, y continuaba trabajando hasta que terminaba lo que hacía; después se lavaba las manos y salíamos.

 No puedo recordar cuándo ocurrió nuestro primer encuentro social, y de hecho ni siquiera sé por qué nos conocimos, pero la iniciativa vino de parte suya (…) Como decía S. K. Bose, quien asistió a sus conferencias conmigo, en una carta que me escribió muchos años después: “Aunque aprendí muy poco de él como filósofo, Wittgenstein fue muy buen amigo mío. Existe en sánscrito una hermosa palabra para amigo, suhrid, que traducida libremente significaría “quien nos hace constantemente el bien sin ninguna razón específica”.

Eso relata John King sobre el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein.

Me quedo esa palabra, suhrid, como un amuleto para iniciar la semana. La traigo como obsequio para todo aquel que lea estas palabras y que tenga, a su vez, un amigo a quién regalársela.