Cacatúa Ninfa o Carolina Fotografía de Diane Miller |
Fragmento
del libro “La Identidad”
del
escritor checo Milan Kundera.
Jean-Marc había
inscrito el rubor de Chantal muy al principio del libro de oro de su amor.
Se habían visto por
primera vez en medio de mucha gente, en una sala alrededor de una larga mesa llena
de copas de champán y platos con emparedados, terrinas y jamón. Era un hotel de
montaña; entonces él era monitor y le habían invitado, por pura casualidad y
tan sólo en aquella ocasión, a unirse a los miembros de una convención que
terminaba por la noche con un pequeño coctél.
Les presentaron, de
pasada, rápidamente, sin que pudieran siquiera retener sus respectivos nombres.
Sólo pudieron intercambiar unas palabras en presencia de los demás.
Sin ser invitado,
Jean-Marc acudió al día siguiente tan sólo para volver a verla. Cuando
apareció, ella se ruborizó. Se le roburizaron no sólo las mejillas, sino el
cuello, y aún más abajo, sobre todo el escote, se puso magníficamente roja ante
todos, roja por y para él.
Ese rubor había sido su
declaración de amor, ese rubor lo decidió todo.
Casi media hora
después, consiguieron encontrarse a solas en la penumbra de un pasillo, sin
pronunciar palabra, ávidamente, se besaron.
El que más adelante,
durante años, él ya no la viera ruborizarse le confirmó el carácter excepcional
de aquel rubor que, en la lejanía de su pasado, resplandecía como un rubí de
inefable precio. Luego, un día, ella le dijo que los hombres ya no se vuelven
para mirarla. Las palabras, en sí mismas insignificantes, pasaron a ser
importantes gracias al rubor al que iban asociadas.
No pudo permanecer mudo
ante el lenguaje del color, que era el de su amor y que, unido a la frase que
ella había pronunciado, le pareció hablar de la tristeza de envejecer. Por eso,
oculto tras la máscara de un extraño, él le había escrito: “Soy como un espía,
es usted bella, muy bella”.