Por Sandra Lorenzano.
Tomado de la Revista Nexos.
Tomado de la Revista Nexos.
La autora revisa el legado de un escritor que inventó una forma de mirar la cultura popular, la vida urbana, la sociedad de masas. |
Despierta, dulce amor de mi vida
Hace un par de años, el mero 4 de mayo, un grupo de amigas le llevamos “mañanitas” a Monsi por su cumpleaños. Entre la desmañanada y los abrazos sonaban las canciones sobre las que él tantas veces ha escrito: “Amor perdido”, “Cenizas”, “Fallaste corazón”… Cantamos temas de Agustín Lara, de José Alfredo, de María Grever… Allí estaban todos, con nosotras, con el maestro Monsiváis asomado a su ventana, y con la mariachi femenina Xóchitl: todo un hallazgo.
Hace mucho ya, desde sus primeras obras, Carlos Monsiváis nos enseñó que la separación entre la llamada “alta cultura” y la “cultura popular”, para usar la clasificación de Adorno y la Escuela de Fráncfort, hacía poco viable el análisis de la cultura latinoamericana. Los llamados “Estudios culturales” institucionalizaron aquello que en América Latina trabajamos desde hace décadas, quizás por vivirlo en carne propia. ¿Cómo dar cuenta si no de lo mejor de nuestra literatura —pienso en Cabrera Infante, en Carpentier, en Cortázar—? ¿O de la música, de la pintura, donde lo “popular” se cuela en las formas tradicionales? ¿O a la inversa? ¿Quién no ha visto los telares oaxaqueños con diseños de Miró? ¿O no han escuchado acaso las letras de los raperos con referencias a Nietzsche, por ejemplo? (les recomiendo que se acerquen al trabajo de algunos de los colectivos de chavos artistas vinculados al Faro de Oriente, entre otros, para entender qué es hoy la cultura urbana). ¿Quién se atreve a decir que en nuestro continente la frontera que divide lo “culto” de lo “popular” (todo entre comillas) no es porosa, laxa, veleidosa, caprichosa, ella misma, como letra de bolero? Monsi nos enseñó a pensar América Latina a partir de esta complejidad, nos dio permiso para que la crítica, la reflexión, el análisis, cruzaran esa frontera una y otra vez para tratar de entender quiénes somos. Nos dio permiso para hundirnos en nuestro sillón favorito y ver —ahora en DVD— a Pedro Infante con su camiseta rayada y silbando “Amorcito corazón, yo tengo tentación…”; para dejarnos caer por Garibaldi cualquier viernes en la noche para cantar con José Alfredo, “Estoy pidiendo ya la del estribo…”, o para ir —y dejarnos aplastar, devotamente, eso sí— un 12 de diciembre a la Villa y aprender en carne propia lo que es la religión popular.
Si no podemos ver con él y con sus numerosísimos textos, intervenciones, entrevistas, participaciones, que nuestra cultura pasa también por todo esto, difícilmente podremos entender de qué se trata. Con Monsi aprendimos —“Contigo aprendí…”— que el humor, la inteligencia y la ironía son las mejores armas para sobrevivir en el mundo corrupto de políticos y funcionarios; aprendimos a mirar de otra manera la historia patria, a ser irreverentes pero comprometidos; a escuchar a los excluidos de siempre: indígenas, chavos banda, homosexuales, migrantes, mujeres…; a percibir las voces de la ciudad (de las ciudades), a recorrerla con mirada de flâneur (iba a agregar “posmoderno”, pero recordé inmediatamente la voz del propio Monsiváis diciendo “pos qué”; flâneur entonces, a secas), mirador, caminador, deambulador gozoso y agudo, elurofílico apasionado (es decir fanático de los gatos), memorioso e irredento lector de la Biblia (en la edición de Casiodoro de Reina).
Con sus libros, con sus artículos, con sus rápidas y agudísimas respuestas hemos aprendido a pensar que las sociedades, que nuestra sociedad, es cambiante, múltiple, heterogénea; a mirar el ejercicio periodístico como espacio de libertad, a la palabra como responsabilidad ética y medida de profundidad (en Shalalá, el programa de entrevistas que tienen por televisión Sabina Berman y Katia D’Artigues, esta última le preguntó: “Carlos, ¿cuál es para ti la prueba de la existencia de Dios?”. “El lenguaje, la palabra”, les respondió Monsi sin dudarlo). Nuestra libertad es, entonces, el privilegio que tenemos todos nosotros, de poder ver el mundo que Monsiváis nos descubre.
De entre todo aquello —casi infinito, o sin el casi— de lo que ha hablado, elijo hacer, como homenaje a “Las mañanitas” cantadas el domingo pasado, algunas referencias a nuestra “educación sentimental”.
Si no podemos ver con él y con sus numerosísimos textos, intervenciones, entrevistas, participaciones, que nuestra cultura pasa también por todo esto, difícilmente podremos entender de qué se trata. Con Monsi aprendimos —“Contigo aprendí…”— que el humor, la inteligencia y la ironía son las mejores armas para sobrevivir en el mundo corrupto de políticos y funcionarios; aprendimos a mirar de otra manera la historia patria, a ser irreverentes pero comprometidos; a escuchar a los excluidos de siempre: indígenas, chavos banda, homosexuales, migrantes, mujeres…; a percibir las voces de la ciudad (de las ciudades), a recorrerla con mirada de flâneur (iba a agregar “posmoderno”, pero recordé inmediatamente la voz del propio Monsiváis diciendo “pos qué”; flâneur entonces, a secas), mirador, caminador, deambulador gozoso y agudo, elurofílico apasionado (es decir fanático de los gatos), memorioso e irredento lector de la Biblia (en la edición de Casiodoro de Reina).
Con sus libros, con sus artículos, con sus rápidas y agudísimas respuestas hemos aprendido a pensar que las sociedades, que nuestra sociedad, es cambiante, múltiple, heterogénea; a mirar el ejercicio periodístico como espacio de libertad, a la palabra como responsabilidad ética y medida de profundidad (en Shalalá, el programa de entrevistas que tienen por televisión Sabina Berman y Katia D’Artigues, esta última le preguntó: “Carlos, ¿cuál es para ti la prueba de la existencia de Dios?”. “El lenguaje, la palabra”, les respondió Monsi sin dudarlo). Nuestra libertad es, entonces, el privilegio que tenemos todos nosotros, de poder ver el mundo que Monsiváis nos descubre.
De entre todo aquello —casi infinito, o sin el casi— de lo que ha hablado, elijo hacer, como homenaje a “Las mañanitas” cantadas el domingo pasado, algunas referencias a nuestra “educación sentimental”.
Soy ridículamente cursi y me encanta serlo, Agustín Lara
La reivindicación de los sentimientos, del sueño, de las pasiones, de todo aquello que había sido dejado de lado por el culto a la razón, caracteriza al romanticismo y reaparece en la cultura popular latinoamericana a través de múltiples expresiones, todas ellas intensas, “azotadas”, melodramáticas; entre ellas, el bolero que resulta, a decir de Monsiváis, “sobredeterminado por los arquetipos y estereotipos de la pasión amorosa” (Bolero. Clave del corazón). Quizás nunca más volvió a haber una relación tan directa entre un movimiento artístico y literario y su apropiación y transformación por parte de la cultura popular.
En México, una de las figuras principales del romanticismo fue Manuel Acuña y, por supuesto, su célebre “Nocturno”, convertido en “Nocturno a Rosario” por la fuerza de la costumbre, se vuelve un referente ineludible si de antecedentes de nuestra “canción romántica” se trata. Sus versos son “la tierra firme del temperamento bolerístico de los inicios”:
Pues bien yo necesito decirte que te adoro, / Decirte que te quiero con todo el corazón, / Que es mucho lo que sufro, que es mucho lo que lloro, / Que ya no puedo tanto y al grito que te imploro, / Te imploro y hablo en nombre de mi última ilusión.
Al romanticismo lo continúa el modernismo como alimento de la sensibilidad latinoamericana de fines del siglo XIX y principios del XX. Los letristas de boleros leen por supuesto también a Rubén Darío y a Gutiérrez Nájera. Carlos Monsiváis propone que frente a la ideología dominante de “orden y progreso”, los poetas románticos y sus continuadores por la vía de la canción reivindican las grandes pasiones. “Palabra y seducción”, dice para definir al bolero la crítica literaria Iris Zavala. Lenguaje del cuerpo que recuerda a la poesía del amor cortés medieval, aunque es en la modernidad que recrea y transforma el erotismo, que tiene verdadero lugar su nacimiento. “Si en los últimos veinte años del siglo XIX se inicia el género musical propiamente dicho en la Cuba martiana (según los expertos), ésta lo lanza en las olas del mar a México, Centroamérica. A las otras islas. En viajes de ida y vuelta, como todo viaje de bienes culturales, el bolero va y vuelve lleno de palabras y verdades; siempre en movimiento con cada nueva lectura del cuerpo” (Iris Zavala, El bolero. Historia de un amor, p. 20).
Así pasa de la hermana república de Yucatán, cuya trova lo enriquece, transforma y “mexicaniza” (Ricardo Palmerín, Guty Cárdenas, Pastor Cervera, entre otros), pasa —decía— a la modernidad galopante de nuestras ciudades de la mano de Agustín Lara. Mientras la Iglesia lo condena, él hace del amor su obsesión y construye el personaje del artista bohemio, inspirado y amado por las mujeres. “…le prohíben una canción por sus líneas ‘terribles’: ‘Aunque no quieras tú, no quiera yo, ni quiera Dios’. Imposible admitir el reto a la divinidad. Hay protestas de los sectores católicos (¡cuándo no!) y la canción queda así: ‘…aunque no quieras tú / ni quiera yo, / lo quiere Dios, / hasta la eternidad / te seguirá mi amor” (C. M., Bolero, p. 16). También la Secretaría de Educación Pública decide “desterrar de las escuelas la música de Lara por ‘inmoral y degenerada’ y, sobre todo, por su(s) letra(s) obscena(s) que pervierte(n) a los niños” (Amor perdido, p. 79). Como se ve, era una educación muy progresista la de la época. Por supuesto, cualquier semejanza con nuestra propia realidad es mera coincidencia. Y, a pesar de todo, no había mexicano ni latinoamericano que se preciara que no siguiera enriqueciendo su educación sentimental con aquello que las “buenas conciencias” pretendían acallar.
Estamos en los años treinta y, como subraya Monsi, conviven ¿curiosamente? una etapa de fuerte compromiso social y la canción romántica que aleja a quienes la escuchan de la politizada realidad en que están inmersos. ¿Será este rasgo semiesquizoide una de las marcas del tan llevado y traído (y hoy casi olvidado) “ser latinoamericano”?
¿Por qué te hizo el destino pecadora / si no sabes vender tu corazón?
El culto a la vida nocturna es una de las claves de los boleros y, con ello, lo que ésta implica: bohemia, cabarets y, por supuesto, prostitutas; eso sí: como imágenes enaltecidas. “Ya que la infamia de tu ruin destino / marchitó tu admirable primavera, / haz menos escabroso tu camino, / vende caro tu amor, aventurera”.
En este homenaje a la mujer que ha caído en el pecado, no nos olvidemos del gran Flaco de Oro que, en el papel de Hipólito, le canta a la joven que habiendo sido alguna vez una inocente campesina de Chimalistac, es hoy la estrella del prostíbulo de la prostibularia ciudad. “Santa, Santa mía…”, y es su voz aguardentosa el espejo en que quisieran verse tantas y tantas mujeres; el espejo en que se buscarán durante los muchos años en que Agustín Lara musicalice al país y a sus mitos. “Santa, Santa mía...” y la protagonista de Gamboa no será redimida por el escultor Jesús F. Contreras, al que ofrece su vida como maleable barro, sino por las metáforas rimadas de uno de nuestros mayores ídolos populares. Santa y Agustín Lara comparten la devoción del público; los dos juntos, convertidos en película, son la apoteosis del gusto popular. La novela es nuestro primer best-seller y, como dice José Emilio Pacheco, será nuestro más consolidado long-seller. Fue llevada a la pantalla primero en 1918 en una versión muda; luego en 1931 se convertirá en el primer éxito de taquilla de nuestra filmografía, y fijará el modelo de uno de los mayores sucesos del cine nacional: las películas de rumberas. Aventurera, Sensualidad, Cortesana, Víctimas del pecado. Hasta Orson Welles escribió un guión basándose en la novela de Gamboa, como modo de expresarle su amor a Dolores del Río. El propósito moralizador del libro, teñido de la misoginia y moralina de su época, se vuelve imagen idealizada en las letras de los cantantes. “Virgen de medianoche / cubre tu desnudez / bajaré las estrellas / para alumbrar tus pies”, canta Daniel Santos.* Daniel Santos vuelto personaje de novela por Luis Rafael Sánchez, en un libro cuyo título —además— parodia el famosísimo de Oscar Wilde; me refiero, por supuesto, a La importancia de llamarse Daniel Santos, donde, una vez más, no hay frontera posible entre lo “culto” (¿con K?) y lo popular.
¿En qué radica el éxito de estas “mujeres de la vida”? Santa les presenta a las mujeres, que constituyen la mayor parte del público lector, “un personaje con quien se pueden identificar a distancia y con la impunidad del espectador: miren de lo que se salvaron, esto hubiera podido pasarles en caso de nacer pobres y dejarse seducir. [...] El relato ofrece a sus lectoras la experiencia que de otro modo no hubieran tenido: sepan, gracias al narrador intermediario, lo que se siente ser prostituta”. “...previene a las muchachas contra la seducción y a los jóvenes contra la prostitución” (José Emilio Pacheco, p. XIX). Durante el porfiriato, dice Carlos Monsiváis, “Los sueños de la hipocresía engendran prostitutas ideales y desvanecen la sordidez de la explotación abyecta de miles de mujeres en cuartuchos insalubres” (C. M., Amor perdido, p. 73).
De Agustín Lara a José Alfredo Jiménez la “sinceridad del mexicano” se coloca por encima de la poesía. “Que nadie se meta entre los sentimientos y su consignación sinfonólica”, escribe Monsi (Amor perdido, p. 87). José Alfredo (así, sin apellido, porque “es de todos”, “es del pueblo”) “Vocifera su amor (a quien quiera oírlo y a quien se haga disimulado), vitorea su desgracia y le echa porras al deseo de redimir, en puro olvido alcohólico, la mala suerte de esta pasión” (p. 88). La identificación entre la gente y este “bello sufriente del bosque” (de cemento) es completa: “¿Quién no sabe en esta vida la traición tan conocida que nos deja un mal amor?”. “A las líneas las afina su intuición descriptiva —explica Monsiváis—: carentes de metas políticas y de recursos económicos, las clases populares necesitan poseer sentimientos, hacerse del catálogo de confusiones indecibles a las que ordenan nombres preestablecidos: pasión, corazón, amor, borrachera y un volátil y níveo ser amado…” (Amor perdido, p. 89). Cuando quedan sólo las tristezas, hay que ensayar nuevos caminos desde la barra del Tenampa y con las masas coreando a voz en cuello: “Es preciso decir otra mentira / les diré que llegué de un mundo raro, / que no sé del dolor, que triunfé en el amor / y que nunca he llorado”. ¿Las mil y un máscaras del mexicano?
Por supuesto, el nacimiento de las industrias culturales propicia el enraizamiento de los boleros. Se estrenan en los teatros de revista, la gente los escucha una y otra vez en la radio, los canta junto con sus ídolos en las salas de cine, y ya no se sabe si les “llega” la canción porque les cuenta lo que sienten, o sienten lo que sienten porque lo han aprendido en las canciones (¡Ah Segismundo! El de Viena, por supuesto, no el español). He aquí nuestra educación sentimental, la de los radioteatros, los melodramas, las fascinantes imágenes que nos mandaba Hollywood; esa educación sentimental que formó a generaciones completas de latinoamericanos; ésa a la que Manuel Puig le rindió homenaje en La traición de Rita Hayworth, o Cabrera Infante convirtió en catedral de la lengua en Tres tristes tigres. La que nació con nuestros pálidos románticos vernáculos —epígonos melancólicos de Verlaine pasados por la exuberancia del trópico—. ¿Alguien pronunció la palabra kitsch? Cuando muere Agustín Lara, en noviembre de 1970, las masas se abalanzan a “darle el último adiós”. Las muchedumbres rodeando el cuerpo de su ídolo sólo tienen un antecedente en nuestro país, el entierro de Amado Nervo. El poeta romántico murió en Montevideo en 1919. En el barco que lo trae a México, su féretro está cubierto por las banderas de todos los países latinoamericanos, y las “escalas” permiten un “panamericanismo” luctuoso y fanático. Cuando finalmente llega a nuestro país, más de 300 mil personas lo estaban esperando y acompañaron su cuerpo hasta la ciudad de México. Nunca más un poeta —hasta Agustín Lara— fue recibido con el fervor y la desolación popular que de ahí en adelante estaría sólo reservada para las “estrellas” del show business. La poesía vuelta —más que espectáculo— pasión compartida. Kitsch nada me debes, kitsch estamos en paz.
Amor es el pan de la vida, amor es la copa divina, amor es un algo sin nombre que obsesiona al hombre por una mujer…
Pero hablemos del amor que eso es lo maravilloso de escribir sobre boleros: “Oh, qué será, qué será que no tiene decencia, ni nunca tendrá, que no tiene censura, ni nunca tendrá, que no tiene sentido...”, canta Chico Buarque y con él canta toda nuestra cultura desde hace milenios. Oh, qué será, qué será... y ahí están Eros y Psique, Penélope y Ulises, Troilo y Crécida, Romeo y Julieta…
Y como el día invita a confesiones, aquí van estas líneas; sepan ustedes disculpar:
“Acuérdate de Acapulco, María bonita, María del alma”, canta, entornando los ojos, ese nuestro último poeta modernista. Y que me digan si no es el sueño de todos/de todas, provocar una pasión semejante; al escucharlo todos/todas somos por un instante la Doña (con perdón de usted, Doña). ¿O a poco no nos sentimos todos un poco Blanca Estela Pavón, cuando oímos a Pedro Infante en el radio: “Amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso...”? Ah.... el amor.... Imposible pensar en el amor y no acordarse de algún bolero. Qué generación de estos países nuestros no se ha enamorado alguna vez siguiendo su cadencia (“Amanecí otra vez entre tus brazos...”). Incluso quienes descubrimos las bondades del bolero ya mayorcitos y que ya mayorcitos nos convertimos en fanáticos, en nuestra adolescencia teníamos sustitutos bastante similares: “All you need is love” cantaba Paul McCartney entornando los ojos igualito que Agustín Lara.
Para nuestros padres, como para nosotros mismos, el momento crucial de la fiesta era aquel en que empezaban las “lentas” —díganme si miento—; entonces sí: las palmas de las manos sudaban, la piel se estremecía y fluía el deseo por los cuerpos que se deslizaban compartiendo el ritmo y el aliento. Pocas cosas más eróticas, más cachondas —que es la veta tropical del erotismo— que un buen baile. Pero claro, ya a nosotros nos tocaron épocas más, no sé si llamarlas difíciles, pero por lo menos un poquito reprimidas, ambiguas, a pesar de la liberación sexual y todas esas cosas, porque no queríamos dejar de ser románticos pero mucho menos queríamos que nos tomaran por cursis. Nunca hubiéramos perdonado a quien se hubiera atrevido a comprarnos una postal con un atardecer —justamente de postal— que dijera: “Amor es nunca tener que pedir perdón”. Preferíamos ese amor más “igualitario”, más de peñas folklóricas mientras se hacía la hora del infaltable reventón de los viernes, más de camisa de manta y descubrimiento del jazz, ese amor de “Si te quiero es porque sos mi amor, mi cómplice y todo...”. Pero incluso a ese amor “revolucionario” que nos tocó le sudaban las manos cuando llegaban las lentas. No “Only you” qué horror, pensábamos entonces; pero sí Leonard Cohen, por ejemplo, cantando “Suzanne”, porque creíamos que amor y azote se llevaban bastante bien.
Como dice Monsi que dice Umberto Eco, ya no se puede decir “Te amo” porque la otra persona sabe, y una sabe que la otra persona sabe que eso ya lo dijo Corín Tellado. Lo que se puede decir es: “como dice Corín Tellado: te amo”.
Sin embargo, a pesar de la pérdida de la inocencia seguimos enamorándonos como locos, seguimos cayendo en la cursilería de estar locamente enamorados. Por supuesto, aún hoy me sudan las manos y se me acelera el pulso cuando estoy cerca de la persona que amo (y no creo ser la única a la que le pasa eso, ¿o me equivoco?). Se han escrito y se escribirán sesudos trabajos sobre el amor. El amor seguirá siendo, a pesar de todo, cantado y contado por cuentos y poemas, por películas y novelas, por melodías y danzas. Posmodernos y todo, globalizados y todo, intelectuales y todo, seguimos enamorándonos. Pero ahora los años nos han dado las mañas para combinar a Armando Manzanero con Lope de Vega, a Gardel (ese francés o uruguayo que nunca podrá ser igualado por Luis Miguel) cantando “El día que me quieras”, con las palabras del Dr. Freud, a Toña la Negra con Julio Cortázar (¿quién de nuestra generación no quiso ser la Maga?).
Valdría la pena citar una vez más a Monsiváis: “¿Y quién que es, no dedica un tiempo de su agenda a ser romántico?” (Bolero, p. 21).
O lo que es lo mismo: señoras y señores, el que esté libre de cursilería que tire el primer soneto.
Gracias Maestro Monsi, feliz cumpleaños hoy y siempre, y ¡que siga la música!
Sandra Lorenzano. Escritora, ensayista. Vicerrectora de la Universidad del Claustro de Sor Juana. Sus libros más recientes son Saudades y Vestigios.
Algunos fragmentos de este texto fueron presentados
en el Homenaje a Carlos Monsiváis organizado por la UACM.