Voces, vocales y vocaciones:
La fiesta de la lengua que heredamos
por Addy Góngora Basterra
Discurso leído en la sesión solemne de la Liga de Acción Social en Mérida, Yucatán., para conmemorar el Día del Lenguaje en el marco del aniversario luctuoso de Miguel de Cervantes Saavedra, el 23 de abril .
El español del siglo XX, el que se habla y se escribe en Hispanoamérica y en España es muchos españoles, cada uno distinto y único (…) No es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, con un follaje rico y variado, bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes. Cada uno de nosotros, los que hablamos español, es una hoja de ese árbol. ¿Pero realmente hablamos nuestra lengua? Más exacto sería decir que ella habla a través de nosotros. Los que hoy hablamos castellano somos una palpitación en el fluir milenario de nuestra lengua.
Octavio Paz. Fragmento de “Nuestra lengua”.
Qué misterioso imán de vidas tiene el 23 de abril… qué enigma habrá tenido ese día en 1616 para que en fatal casualidad Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega dejarán el tintero para siempre. Qué imán de vida el 23 de abril, repito, porque también ese día en diferentes años murieron personalidades que tenían como vocación la palabra: el escritor ruso Vladimir Nabokov; Joseph Pla, el autor más importante de la literatura catalana; la periodista y novelista venezolana Teresa de la Parra; Pamela Lyndon Travers, famosa australiana creadora de la niñera entrañable Mary Poppins… qué misterioso imán de vidas el 23 de abril en el que conmemoramos —y nos sobran los motivos—, “El día del libro” y “El día del Idioma Español”.
La vocación por la palabra es uno de los oficios más nobles. Al decir esto, como de las manos del torero al toro van las banderillas, me llegan desde la eternidad cientos de miradas que me cuestionan lo anterior. ¿Noble? Me dice en son de reproche una voz; ¿noble?, repite interrogándome. La lengua y la literatura son generosas aún cuando sé lo cierta que es la sentencia de Truman Capote en el prólogo de su libro Música para Camaleones: “Cuando Dios le entrega a uno un don, le da también un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Es verdad. Noble autoflagelo es la vocación por la palabra, el loco afán por perdurar la lengua que a todos nos precede y a todos nos sobrepasa; noble autoflagelo es enhebrar consonantes con vocales desafiando nuestros abismos y nuestros cielos para recrear la historia, para reinventarla, para justificarla, para darle sentido a lo que nos pasa; sin embargo, así como es cierto ese autoflagelo, también es cierta la generosidad de la lengua, entendiendo lengua no solamente como palabra oral sino también como palabra escrita: La gran literatura es generosa, cicatriza todas las heridas, cura todas las llagas y aun en los momentos de humor más negro dice: sí a la vida, escribió Octavio Paz.
Así como en tiempos mitológicos y prehispánicos las civilizaciones tenían deidades rigiendo lluvias y maizales, mares y vientos, así también las literaturas nacionales tienen a sus “Dioses Creadores” con filas de fieles seguidores, hombres y mujeres que tal vez no rijan lluvias ni maizales, que quizá no dominen mares ni vientos, pero que sí han creado el imperio de la palabra revolucionado el lenguaje y nuestra forma de ver el mundo, trastocándonos la realidad y volviéndola fantástica, imaginaria, una vida real maravillosa ¿qué otra cosa, si no eso, fue el boom de la literatura latinoamericana en los sesenta, con autores que desvencijaron la estructura clásica de cuentos y novelas para introducir una nueva forma de relatar la vida?
Es a través de la lengua que se crea el mundo, con el lenguaje se ha formado la historia. Cada vez que nombramos concretamos la realidad, las palabras son poderosas porque a través de ellas le damos rumbo a nuestra vida. Si decimos: “Cásate conmigo” estamos invocando un destino al lado de alguien que se supone será inseparable… o, por lo contrario, si decimos: “No quiero saber de ti nunca más en la vida” estamos marcando un destierro que en algunos casos suele ser irreparable. Las palabras no tienen vuelta atrás, por eso valen tanto, por eso pesan, por eso debemos ser conscientes que todos tenemos un arma de doble filo.
Tiene, igualmente, función redentora el lenguaje, nos auxilia, nos salva. García Márquez lo supo a los doce años cuando estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. Cuenta el Gabo que un sacerdote que pasaba por ahí lo salvó de un grito: "¡Cuidado!", impidiendo que el ciclista lo arrollara. "¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?", le preguntó el cura. “Ese día lo supe”, relata el Nobel colombiano. Y así también, además del plural repertorio de palabras armas y palabras que salvan, existen también las malas palabras. El dibujante humorista Roberto Fontanarrosa, en el Tercer Congreso de la Lengua Española, realizado el 2004 en la ciudad de Rosario, Argentina, dijo a propósito de ellas, lo siguiente:
No sé quién las define como malas palabras, tal vez sean como esos villanos de viejas películas que en un principio eran buenos, pero que al final la sociedad los hizo malos (…) hay palabras, palabras de las denominadas malas palabras que son irremplazables, por sonoridad, por fuerza. No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza a decir que es un pelotudo.
La diversidad de voces, vocablos, vocaciones, lenguas y palabras, hacen de la vida una diversidad prodigiosa de la que muy pocos son conscientes. He aprendido a amar la herencia cultural de nuestra lengua a través de lo que descubro en los libros, en las canciones, en mi trabajo, en las conversaciones cotidianas y en las que he tenido con amigos extranjeros, he aprendido a amar el español que, con torpeza y pocos años, aprendí a escribir al tiempo que me enseñaban a empuñar el lápiz; he aprendido a amar el español con el que mi madre me cantaba antes de dormir, el español que ha estado siempre en mi vida, en cartas de amor, en un título académico, en un libro dedicado, en las canciones de Agustín Lara y Consuelo Velázquez, en la voz de mi abuela llamándome desde la cocina, en el apellido de mi padre, Góngora, marcándome un destino en la literatura, Góngora como don Luis, que así se llamaba también mi abuelo.
El español, nuestra lengua, no es solamente algo dicho o algo escrito, es algo más, nuestra lengua es unidad, nuestro español es identidad nacional, lo digo tras la experiencia de haber sido durante cuatro años extranjera en un país donde también se hablaba español, en un país donde me bastaba escuchar el acento de una persona con algún dejito mexicano para sentir que me retemblaba en sus centros la tierra al sentir mi patria; qué entrañable manera tenemos los mexicanos para decir, qué bonito habla nuestro pueblo, cuánta riqueza y musicalidad tienen nuestros acentos, de Veracrú a Monterrey, de Yucatán a Puebla, de Chihuahua a México Distrito Federal, a sabiendas que el español como lengua no es producto nuestro: nosotros lo somos de ella, somos sus hijos, somos parte de los millones de personas que hablan español, somos hojas de ese gigantesco árbol, como acertadamente lo dijera Octavio Paz.
En 1994, durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española realizado en Zacatecas, el entonces Presidente de México Ernesto Zedillo, dijo en el discurso inaugural:
A los mexicanos nos orgullece hablar, leer y cultivar una lengua de historia milenaria y de inmensa y variada geografía: la lengua del Cantar del Mio Cid y del Quijote, la lengua universal y fecunda de Quevedo, de Garcilaso y de Sor Juana: le lengua vigorosa y palpitante de Borges y Darío, de Cortázar y de Neruda, de Machado y de Rulfo.
Los mexicanos sabemos que el español fue la lengua de nuestro mestizaje y de una historia muy larga en común, y que también es la lengua de nuestras libertades.
El español es la lengua hondamente propia en que están escritas las actas de independencia y las constituciones (...) En español hemos construido nuestras instituciones nacionales, nuestra historia y nuestra literatura. En español se ha expresado la grandeza de Iberoamérica.
Así se ha fraguado la historia: con palabras, con lenguas. Del candor prehistórico de la oralidad hecha de cantos y sonidos primitivos —germen de lo que hoy formalmente conocemos como música y conversación— evolucionó la historia de la Historia: qué tan importante ha sido la grafía en la “Línea del tiempo” que lo que marca el cambio de Prehistoria a Historia es, precisamente, el surgimiento de la palabra escrita. Entonces transcurren los siglos y el hombre va nombrando lo que lo rodea; no solamente inventa nomenclaturas, también empieza a definir, y con esas definiciones se crean libros fascinantes y misteriosos que encierran en formato de rectángulo erguido y obeso, la ambición del mundo en palabras, emociones y vocablos: los diccionarios.
Es en los diccionarios y en mi desconocimiento de otras lenguas donde me doy cuenta que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, como escribiera Ludwig Wittgenstein. Digo esto pensando estrictamente en las palabras que no conozco y en los idiomas que no hablo… ¡cuántas palabras andan sueltas por el mundo dándole sentido a la existencia de otros y nosotros sin ni siquiera saber que existen! Cuando encuentro una palabra que me gusta soy un poco más feliz pues ya puedo nombrar lo que antes ignoraba; me seduce la idea de poder ver el mundo a través de las palabras, entender la cultura de otros países y, sobre todo, extender las fronteras de lo que voy conociendo en la vida. Louis Hjelmslev, el lingüista danés, bien decía que las lenguas son como grandes rejillas que se colocan sobre el mundo y que nos permiten verlo.
Hay una lengua, semejante al español, que he aprendido a amar a través de la música y de la poesía: el portugués. Aprender la lengua portuguesa ha sido una de las experiencias de vida más bellas que he tenido porque me ha permitido ver la realidad desde una mirada ajena a la de mi lengua materna. La semana pasada tuve el hallazgo de una palabra en portugués que quiero compartirles. La palabra es Garimpeiro. Su significado, en todo el sentido de la palabra, es una reliquia, un metal precioso, un diamante, es oro: Garimpeiro quiere decir “cazador de tesoros”, una persona garimpeira es quien busca piedras preciosas. La lengua que heredamos me ha hecho ser una garimpeira de palabras: mi vocación por el vocabulario, por descubrir palabras y quererlas es una privada manía que ahora vuelvo pública, ¿cuántos de nosotros buscamos palabras nuevas para incorporar a nuestro vocabulario? ¿Qué pasaría sí, así como nos hacemos de un nuevo par de zapatos, un collar, una camisa, si así como incluimos una nueva canción a nuestro repertorio, incluyéramos palabras nuevas como resultado de esa misión garimpeira? ¿qué pasaría si en un cumpleaños envolviéramos una palabra como regalo, la palabra que mejor defina a quien se la damos? ¿a cuántos de ustedes les han regalado una palabra, una nada más, una palabra para atesorar, para repetir, para decirla como un conjuro antes de dormir? ¿por qué no echar a rodar las palabras, rodar y rodar, rodar y rodar, contagiando a los demás y fomentando el vocabulario en la cotidianeidad? ¿Por qué no formar entre familia, amigos y los grupos a los que pertenecemos un imperio de garimpeiros de palabras?
Guiada por mi vocación literaria, por esta forma de vida en la que se ha convertido el amor por mi profesión, el primer domingo de abril tomé en la estación de Atocha el tren de cercanías que me llevó a Alcalá de Henares, el pueblo donde nació Miguel de Cervantes. Caminé calles por las que volaban en lo alto cigüeñas de cuento, calles de fábula ostentando en sus aceras árboles de cerezos, caminé hasta quedar de pie frente a la casa de Cervantes que hoy es un museo. Ahí me encontré a dos hombres forjados en bronce sentados en una banca, uno de ellos pequeño y regordete, sonriente; el otro, serio, alto, delgado, con gesto solemne, con el brazo derecho extendido como si estuviera declamando o como si fuera a pararse para abrazar en bienvenida a quien se acerca. Me senté junto a él y casi que le dije… si tú supieras, caballero andante, cuánto te quiere la gente.
Ahí mismo, en Alcalá de Henares, José Emilio Pacheco recibió el viernes pasado el premio más prestigioso de las Letras Españolas: el Premio Cervantes. En su breve discurso, recordó cuando a los ocho años de edad en el Palacio de Bellas Artes en la ciudad de México, asistió a una representación de libro del Quijote convertido en espectáculo:
En aquella mañana tan remota descubro que hay otra realidad llamada ficción. Me es revelado también que mi habla de todos los días, la lengua en que nací y constituye mi única riqueza, puede ser para quien sepa emplearla algo semejante a la música del espectáculo, los colores de la ropa y de las casas que iluminan el escenario. Sin saberlo, he entrado en lo que Carlos Fuentes define como el territorio de La Mancha. Ya nunca voy a abandonarlo.
Un acierto las palabras de José Emilio Pacheco: el lenguaje, para quien sepa emplearlo, puede ser música, luz, colores, escenario, un fascinante espectáculo. La pasión creativa de la escritura, ese “territorio de la Mancha”, ha vuelto prodigiosa a la humanidad: quienes saben usar el lenguaje entretejiendo su vocación con voces y vocabulario, han hecho de la palabra una fiesta de la que formamos parte por la lengua de Cervantes que todos nosotros hemos heredado.
AGB / Lunes 26 de abril de 2010