Billie Holiday: Alma de blues

A 50 años de la muerte de una leyenda del jazz

La voz que duele

Su desgarradora historia. Su increíble arte. La vigencia de una mujer que cantó el dolor como nadie. Informe especial. ADN Cultura. Sábado 11 de julio de 2009.

Billie Holiday cantando Fine and Mellow

Por Héctor M. Guyot
De la Redacción de LA NACION

Tenía poco más de 15 años y vivía en Harlem con su madre, que se ganaba la vida limpiando pisos ajenos. Su madre enfermó y el poco dinero que habían ahorrado empezó a escasear, hasta que llegó a su apartamento de la calle 139 la notificación de que las echarían a la calle. Eran tiempos de la Depresión, pero ella enfrentó el frío de la noche de invierno y bajó por la Séptima Avenida dispuesta a conseguir la plata que necesitaban. Llegó hasta la calle 133, que por entonces, a principios de los años 30, hervía de cafeterías y bares que vibraban al ritmo del swing . Decidida, entró al Pod´s and Jerry´s y pidió trabajo. Dijo que era bailarina. La prueba fue un fracaso. Pero el pianista se apiadó de ella y, cuando todo estaba perdido, le preguntó si sabía cantar. Ella le pidió que tocara "Trav´lin´ All Alone", una canción que reflejaba cómo se sentía. Las voces del bar se acallaron cuando empezó a cantar, y en ese momento mágico, como una Cenicienta, Eleanora Fagan se convirtió en Billie Holiday.

Así lo cuenta ella misma en Lady Sings the Blues , las memorias que redactó con la ayuda del pianista Wiliam Dufty. Publicó el libro en 1956, tres años antes de su muerte, de la que el viernes se cumplen cincuenta años y que, tras la fama y el éxito, la encontró en una cama del Metropolitan Hospital de Nueva York tan sola y pobre como aquella chica desesperada por evitar el desalojo. En el libro -se sabe- ella cambió y embelleció ciertos pasajes de su vida en el intento de mostrarse fuerte y determinada. De todos modos, ese episodio suena tan de cuento de hadas como aquel otro rigurosamente cierto en el que John Hammond, célebre productor del sello Columbia, la escucha al poco tiempo en otro local de Harlem y escribe en el Melody Maker que, a sus 18 años, Billie canta mejor que todas las cantantes que ha oído en su vida. "Ella podía tomar una canción vulgar y hacerla de cuarenta modos diferentes", diría más tarde.

Llegarían las grabaciones y los shows con los mejores músicos de la época, las giras, el dinero -que nunca duraba- y el reconocimiento, pero también las humillaciones por el color de su piel, el maltrato de los hombres que elegía como pareja, el alcohol, las drogas y las temporadas en prisión. La de Billie Holiday es la historia de una sobreviviente que nació en el tiempo y el lugar equivocados. Transmutó una lucha que parecía perdida de antemano, hecha de abandono, abusos y soledad, en un arte imperecedero que la convirtió en la cantante de jazz más grande de la historia. Su arma era una voz limitada, de un caudal y un registro exiguos, pero capaz de cifrar, con pasmosa honestidad, las emociones más hondas y secretas. Tenía la flexibilidad y el sentido del ritmo de los grandes instrumentistas. Lánguido y relajado, pero ágil, su canto se hamaca en la melodía como jugando y logra conciliar opuestos: inocencia y experiencia, fragilidad y orgullo, dulzura y acidez. Y es, como su vida, un enigma inagotable.


Una infancia difícil

Fruto de la breve aventura de dos jóvenes menores de veinte años, Billie Holiday había nacido en Baltimore en abril de 1915, con el nombre de Eleonora. Se crió en la humilde casa de sus abuelos, adonde la dejó su madre, Sadie Fagan, antes de irse a trabajar como sirvienta a otra ciudad. Su padre, Clarence Holiday, las había abandonado: siempre había querido ser músico y se la pasaba de gira como guitarrista en distintas orquestas. En esa casa también vivía una prima de la niña, que la maltrataba sin motivo, con sus dos hijos. Allí Billie extrañaba a su madre y era profundamente infeliz, pero encontraba consuelo en su bisabuela, que le contaba historias de su vida de esclava en una plantación de Virginia, donde Charles Fagan, su amo, le había dado dieciséis hijos. Una tarde se recostó junto a ella y ambas se quedaron dormidas. Cuando Billie despertó, sintió que el brazo que la abrazaba estaba frío. La mujer, ya casi centenaria, había muerto. La niña tardó un mes en recuperarse del shock.

Sin su querida bisabuela, a los diez años pasaba buena parte del día en un burdel cercano donde hacía mandados para la dueña y sus chicas. En lugar de recibir una paga, prefería que la dejaran subir a la sala para escuchar a Louis Armstrong y a Bessie Smith en la vitrola. "Pasé horas maravillosas allí -contó-. A veces el disco me ponía tan triste que me deshacía en un mar de lágrimas. Otras veces el mismo condenado disco me hacía tan feliz que olvidaba cuánto dinero duramente ganado me estaba costando la sesión en la sala de estar." Armstrong sería su principal influencia. Más sombría, Billie estaría lejos del humor expansivo que el trompetista imprimía a su canto, pero absorbió a su modo la musicalidad de su fraseo.

En enero de 1925 sufrió un intento de violación y un tribunal de menores determinó que la niña carecía de "atención y tutela adecuadas" y la internó por un año en la House of the Good Sheperd, una institución católica de la que Holiday se llevaría los peores recuerdos y la sensación de que ella siempre pagaba culpas que no le correspondían.

A los 13, viajó sola a Nueva York para reunirse con su madre. Allí ejerció un tiempo la prostitución en un burdel de Harlem y pasó cuatro meses detenida en la prisión para mujeres de Walfare Island, de donde salió decidida a abandonar el oficio. Había probado limpiar pisos, como su madre, pero las pagas magras y su orgullo la empujaron a buscar por otro lado. Cierta vez apeló a su padre, que pasó por la ciudad junto con la banda de Fletcher Henderson. Clarence le dio el dinero para el alquiler, pero le pidió que no se dejara ver por el club en el que tocaba: no le gustaba que lo llamara "papá" delante de las jovencitas con las que flirteaba.

Así estaban las cosas la noche en que Billie irrumpió en el Pod´s and Jerry´s y cambió, con ese acto de arrojo, y aunque más no fuera por algún tiempo, el sino trágico y la pulsión autodestructiva que marcaron su existencia. Había cantado desde siempre, pero disfrutaba tanto de cantar que nunca se le había ocurrido que aquello sirviera para ganar dinero. Ese mismo año de 1933 en el que comenzó todo, Hammond la llevó a los estudios con la orquesta de Benny Goodman, una de las más exitosas de aquella época de oro de las grandes bandas, con la que hizo "Your Mother´s Son-in-law" y "Riffin´ the Scotch", sus primeras grabaciones. Enseguida, el productor la reunió con el grupo del pianista Teddy Wilson. No hay más que escuchar "What a Little Moonlight Can Do", "Me, Myself and I" y las decenas de las canciones que grabó por entonces para advertir que aquella chica de veinte años cantaba con la madurez de alguien que ha vivido un siglo. Billie fue siempre una favorita de los músicos, y durante esos años cantó acompañada de grandes como Ben Webster, Johnny Hodges y Roy Eldrigde, tanto en el estudio como en las jam-sessions que se prolongaban hasta la madrugada en los locales de Harlem.

En 1937 conoció a su alma gemela: Lester Young. Compañeros en el escenario, grandes amigos en la vida, tenían un temperamento similar y compartían una misma sensibilidad musical. Su lugar de encuentro era la melodía. En "Without your love", un ejemplo entre tantos de los grabados con el combo de Teddy Wilson, el saxo tenor de Young se enlaza con la voz de Billie como si la acompañara y la cuidara, al punto que esas dos líneas tan cercanas en tono y color por momentos parecen una sola. Muchos críticos han apuntado que Billie influyó en el modo de tocar de Young y que el estilo cool que irrumpiría en los años 50 en verdad se origina en su voz. El enamoramiento fue mutuo: "Lester cantaba con su saxo -dijo ella-. Lo escuchabas y casi oías las palabras". Fue Young quien le dio un apodo inmortal: "Lady Day". En retribución, ella le dio al saxofonista el suyo: "Pres", abreviatura de "President". Para ella, Lester era tan grande como Roosevelt.

Después de una gira junto a Lester con la orquesta de Count Basie, Billie se unió a la banda de Artie Shaw. En tiempos de dura segregación racial, con Basie la miraban raro porque su tez más clara contrastaba con la de los músicos negros, al punto que en un show en Detroit tuvo que ponerse maquillaje para oscurecerse las mejillas. Pero con Shaw, que lideraba una orquesta de músicos blancos, sufrió las peores humillaciones. A partir de los años 30, a través del jazz los negros pudieron establecer una comunicación sin precedentes con los blancos más abiertos y liberales, pero esto provocó la reacción visceral de los que rechazaban cualquier asomo de integración.

Shaw y su orquesta salieron de gira una madrugada de 1938, después de que la madre de Billie despidiera a toda la troupe con pollo frito. Era la primera vez que se veía una cantante negra en una banda blanca. Todo fue bien en Boston, pero los problemas empezaron en el Sur, donde, a pasar del apoyo de Shaw y sus músicos, ella debía entrar a los clubes por la puerta de servicio, el público la insultaba y los buenos hoteles donde paraba la banda le impedían la entrada. Hasta los restaurantes de la ruta se negaban a darle un plato de comida; para evitar el mal rato, prefería quedarse en el ómnibus. A los tres meses estaba de vuelta en Boston, derrumbada y enferma, y su madre acudía en su ayuda.

La experiencia marcó a Billie. Muchos de sus amigos dicen que eso la llevó a incursionar en las drogas duras. Como fuere, ella respondió a través de una canción que, además de convertirse en el mayor éxito de su carrera, para algunos fue un punto de inflexión en la lucha contra el racismo. A su vuelta a Nueva York, Lady Day empezó a cantar en Cafe Society, un club del Greenwich Village donde se reunían la bohemia y los intelectuales, y uno de los primeros fuera de Harlem donde se atendía a blancos y negros por igual. Su dueño le acercó "Strange Fruit", composición de Lewis Allan (seudónimo de Abel Meeropol), un profesor de izquierda judío que se inspiró en una fotografía para escribir sobre un crimen habitual por entonces: el linchamiento de negros. La "extraña fruta" es el cuerpo sin vida de las víctimas, que cuelga de los árboles del Sur y se balancea con la brisa, según describe el tema. Billie lo cantaba al final de sus actuaciones con las luces apagadas y su rostro iluminado por un foco tenue. Cuando terminaba, todo quedaba a oscuras y ella dejaba el escenario para ya no volver, a pesar de que solía estallar una ovación. En 1999, la revista Time declaró a "Strange Fruit" la canción del siglo. "Es como El grito , la pintura de Edward Munch -se dijo-. Sólo que en este caso al grito se lo oye."

Tras los días felices del Cafe Society, Billie viajó a cantar a la Costa Oeste, donde conoció a Bob Hope, Judy Garland y Orson Welles, quien tras la jornada de rodaje de El ciudadano pasaba a buscarla al final del día, cuando ella terminaba su show, para pasear por el barrio negro de Los Angeles. A su regreso, Lady Day sería una de las estrellas de la Calle 52, donde los músicos de jazz negros, que representaban un gran negocio, por fin habían sido admitidos en esa parte de la ciudad.


Malas compañías

Se ha dicho que la lenta declinación de Billie Holiday empezó en la década del cuarenta. Es cierto que su repertorio viró a las canciones sentimentales, y que los músicos de jazz que solían acompañarla dejaron su lugar a intérpretes menores y a ensambles de cuerda de arreglos pesados y sensibleros; sin embargo, ella mantuvo la intensidad de su canto. En todo caso, la declinación pasaba por las desventuras de su vida personal y por sus adicciones, que se agravaron cuando su marido de aquellos años, Jimmy Monroe, la inició en la heroína. Billie nunca tuvo suerte en el amor. Reincidía, como afirma Ted Gioia en su Historia del jazz , en hombres que remedaban el perfil de aquel padre que sólo reconoció a su hija cuando la carrera de ésta empezó a florecer: seductores, duros e inescrupulosos, que además la explotaban descaradamente.

Con las drogas duras, y tras la muerte de su madre, llegaron las internaciones de rehabilitación y, de nuevo, la prisión. En 1947 debió cumplir diez meses de condena por tenencia de estupefacientes en el correccional federal para mujeres de Alderson, Virginia, donde, según cuenta en su autobiografía, la pusieron a cuidar cerdos. Para Billie fue una tragedia por partida doble: la prisión dañaba su nombre y su carrera al tiempo que la devolvía a la pesadilla que había vivido en la cárcel de Walfare Island cuando era apenas una adolescente. "En mi vida hubo acontecimientos que el tiempo no podía modificar ni curar", se queja en su libro. Al salir, descubrió que ya no podría ganarse la vida en Nueva York: la ley negaba el permiso de actuación en los clubes a quienes hubieran cumplido condena por delitos graves.

En los años 50, Norman Granz trató de rehabilitar su carrera y la hizo grabar más de cien canciones para el sello Verve. Allí volvió a cantar junto a grandes como Coleman Hawkins, Benny Carter, Oscar Peterson, Wynton Kelly y Ben Webster. Parte de la crítica decía que sus cuerdas vocales ya estaban dañadas. "Su voz sólo era una sombra de lo que había sido -dijo el saxofonista Jackie Mc Lean al recordar esa etapa en la carrera de Holiday-. La emoción era su único vehículo de expresión."

En mayo de 1959, durante un concierto en Greenwich Village sus problemas hepáticos y cardíacos le pasaron factura y tras cantar sólo dos temas tuvo que recibir ayuda para bajar del escenario. A la semana entró en coma. Ya en el hospital, la policía la acusó de tenencia de heroína y la sometió a arresto domiciliario. Los agentes apostados en la puerta de su habitación esperaron en vano: el 17 de julio, a los 44 años y tras una leve mejoría, Billie Holiday moría de una infección en el hígado. Un dato ilustra su soledad y su desconfianza hacia el mundo: al morir, sólo tenía setenta centavos en su cuenta de banco, pero los enfermeros que se ocuparon de su cuerpo encontraron 750 dólares sujetados con cinta adhesiva a una de sus piernas.

"Tengo una teoría acerca de Billie que colisiona con las explicaciones convencionales acerca de su vida y su tiempo -escribió después Leonard Feather, un crítico que estuvo cerca de ella en sus últimos años-. Creo que si hubiera sido sacada del entorno que se la estaba tragando lentamente, el fin no hubiera llegado cuando llegó y su modo vívido y dulce de torcer la melodía podría ser aún parte de nuestra vida."

Su "sueño dorado" había sido tener una gran casa de campo "donde cuidar perros extraviados y niños huérfanos". Por supuesto, no lo alcanzó nunca. Tuvo en cambio una vida trágica y tal vez más sórdida de lo que se creía, según revela Con Billie , una reciente biografía de Julia Blackburn que recoge las entrevistas que hizo Linda Kuehl a músicos, amigos y conocidos en la década del setenta. De cualquier modo, cantó hasta el final. Queda el testimonio de sus últimas grabaciones. Allí llevo su arte al extremo y conjugó intensidad emocional con una superlativa y obligada economía de medios. La última Billie Holiday, apenas un hilo de voz, canta con una tristeza inconmensurable desde una distancia sideral. Como lo había hecho siempre.

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