Alberto Ruy Sánchez. Escritor mexicano.
Tomado del libro "Los jardines secretos de Mogador".
Huele a humo y su alegría no tiene límites, como si fuera el perfume de una flor extraña, nueva en su jardín, obtenida con infinita paciencia. Este jardinero descubrió hace muchos años, durante un incendio en el bosque, que las raíces siguen ardiendo bajo tierra cuando se supone que el fuego ya ha sido apagado. Decidió entonces sembrar un jardín de raíces altamente inflamables y controlar con canales de humedad en la tierra los cauces subterráneos del fuego. De tal manera que, como un ramillete de flores de fuego, las llamas brotan a la superficie quemando los matorrales o los árboles que él designa.
Camina en su jardín de incendios subterráneos percibiendo con su piel el calor que fluye lentamente bajo el suelo. Planea rutas, las controla. Riega aquí o allá los contornos de sus canales. Y cuando la flor de flamas finalmente se abre donde él lo deseaba, reconoce en la planta que se quema el olor de la flor fugaz de su capricho ardiente.
La red de raíces que él no ve añade una dosis grande de fuegos imprevistos a su cosecha. El calor corre por cauces insospechados y lo sorprende al brotar donde él menos se lo espera. Entonces la belleza de sus flores se vuelve convulsiva, brutal. Una súbita embriaguez se apodera entonces del jardinero y el reflejo de las llamas en sus ojos se multiplica por el incendio de su mente.
Cuando el sol besa el horizonte, el jardinero piensa a veces que él sembró ese incendio del cielo. Que una imprevista e invisible raíz aérea conduce hasta las nubes su fuego y termina volviéndolas llamas quietas, brasas, y finalmente carbón. Descubrió que la noche es eso, un inmenso carbón. Y que las estrellas son recuerdos diminutos del fuego incrustados en la gran bóveda de carbón. Flores fosilizadas. Piensa entonces que se requieren millones de años y millones de jardineros que cuiden su jardín para que sus propias flores de fuego brillen cada noche por sí solas. Mientras tanto, cuando la obscuridad lo cubre todo, el jardinero dibuja en su jardín con sus flores de incendio un mapa celestial, una geometría de estrellas fugaces. Primero quería reflejar tal cual al cielo. Luego se fue animando a trazar sus propias constelaciones.
Hay quienes de noche vienen a leer su destino o el de sus seres queridos en el dibujo estelar de esta tierra sembrada. Y el guardián de la Gran Biblioteca de Mogador sostiene que no pocas revoluciones, que él llama "fuego en la mente de los hombres", comenzaron como una de las flores brillantes en este jardín. Que lo mismo alzamientos en China, en Irán o en Patagonia tienen raíces que se extienden hasta aquí. Cada vez que el jardinero siembra, riega y alumbra, sabe que siembra en el mundo una chispa inesperada; que la belleza de su jardín convulsiona imperios, tal vez hasta enciende estrellas en el firmamento, seca ríos en otro continente, derrumba rascacielos en flamas, decapita reyes.
También hay quien sostiene que a cada llamarada en este jardín corresponde una pasión tremenda. Que ni Romeo y Julieta, ni Abelardo y Eloísa escaparon al efecto de estas raíces que de forma misteriosa pero segura llegan hasta el corazón de ciertas personas. El otro día el jardinero iba por la calle y se dio cuenta de que un hombre y una mujer desconocidos se miraron con ojos de deseo. Hubo una chispa simultánea en sus pupilas y por la intensidad que tuvo esa chispa el jardinero supo en que parte de su jardín se había originado (no todas las plantas arden igual) y corrió hacia el huerto sur de las palmas secas, para mirar desde su terraza el esplendor de ese repentino florecimiento.
Pienso en este jardín cuando siento en la piel el calor veloz de tus venas, cuando te acercas lentamente los nueve metros que nos separaban pero lo haces como si vinieras de muy lejos y muy decidida, cuando todo tu cuerpo me conduce hacia el calor más profundo que tienes y que muy poco a poco me devora entre las dos grandes flamas que son tus piernas que como incendio incontrolable, ayudadas por el viento, me apresan, me atan a ti. Pienso en la felicidad de este jardinero cuando una y otra vez se enciende en tus ojos la alegría de poseernos, cuando tu boca dice tan sólo un crepitar, un sonido de llamarada. Cuando me abrazas y eres brasa, cuando me besas y eres esa que se dejó llenar todo el cuerpo de raíces de fuego y mantiene viva siempre la promesa de una flor brillante que nos queme.
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